© Luís Adrián Betancourt.




© Luís Adrián Betancourt.

Macho

A mi madre le encantaba el café. Vivía pendiente de que no le faltara, primero dejaba de comer. Cuando le quedaba poco me llamaba para el encargo:
-Oye Macho, vete pronto a la casa de Manuel y cómprale dos libras de Caracolillo.
Ese Manuel vivía en Valle 21, casi esquina a San Francisco. Vendía un café aromático, acabado de tostar. Todavía hoy tengo el espíritu de esos granos metidos en la nariz. Todavía oigo los ruidos de mi madre al molerlos.
Ella sujetaba la cajita entre sus piernas y daba vueltas y vueltas al molinito; y el polvo a caer y caer, y ella a cantar y cantar, con una voz tan suave. Cantaba para entretenerse. La música era otro vicio suyo, por eso llegamos a tener una vitrola en la finca. Se sabía la mar de canciones:

Dicen que Murga se ha muerto,
yo digo que no, que no...

La letra contaba que el tal Murga merodeaba por las ciudades, y así fue juntando la fama que dio pie al canto con el que mi madre alegraba la faena.
Cuando venía a ver, el polvo llegaba al tope de la cajita, y si la agarraba entretenida se le derramaba encima. Mi padre se reía de que ella le echara la culpa al molino. Con el tiempo le compró uno nuevo. Mi padre lo colgó en la pared y dijo:
-Este sí es un molino.
-Que ojalá y nunca le falte el grano-respondió mi madre.
Y no estaba de más su deseo, porque rachas tuvimos buenas y malas; y a falta de café tomábamos cocimiento de naranja agria. Con eso se conformaba mi madre, pero no le daba por cantar.
Era bonito ese molino, galvanizado, pintadito de verde. Colgado en la pared parecía un adorno.
Mi madre se llamaba Juana Hernández, era natural de Las Palmas, Islas Canarias, y llegó a Cuba cuando tenía doce años. Aquí tuvo la suerte de enamorarse de un hombre tan bueno como mi padre, compatriota suyo que había venido por el 1800, con catorce años pero ya preparado para la vida.
Mi padre se llamaba Ramón Fernández, era de San Román de la Llanilla, Santander. Todo el mundo le llamaba el Montañés, así firmaba sus papeles y así le gustaba que le nombraran.
Es caprichoso el destino, porque siendo los dos españoles de cuna, vinieron a encontrarse a este lado del mar, en el barrio habanero El Vedado, que él conocía cuadra por cuadra. Primero por haber manejado los tranvías de a caballo, y luego como chofer de las guaguas La Unión, propiedad de don Pedro Antonio Estanillo, en la ruta Vedado-Habana. Mi madre montaba esa misma ruta para ir a su trabajo, que era la casa de una señora francesa muy adinerada.
Por esos días de lo que más se hablaba era de la guerra. Se decía que por su culpa la miseria y el hambre acababa con la gente. Lo peor era que nadie sabía ni cómo iba a terminar aquella tragedia. Los españoles que por sus cojones, los cubanos que por los suyos, y todos a padecer.
Ya mi padre sabía lo que era pasar trabajo y no se asustó. Lo sabía de cuando llegó a La Habana sin dinero, sin una buena recomendación, lo que se dice con una mano atrás y otra alante.
Pasó cincuenta días enfermo, sin medicina, y luego quince días más buscando colocación, sufriendo calamidades y desprecios, hasta que se encontró con uno
de Barcenilla que se lo llevó a trabajar a su fábrica de gaseosa cuando no había cumplido los quince. El estaba curado de espanto, pero la guerra metía miedo.
La familia francesa a la que servía mi madre se asustó al saber que los mambises cogían fuerza, que los españoles ya no podían con aquello y que los americanos querían pescar en río revuelto.
¿La guerra? Decir Martí, Maceo, era mala palabra en aquella casa. Le tenían terror sobre todo a los negros, que si eran medio salvajes, que si venían en cueros montando las bestias al pelo, que si eran vengativos, que no dejarían “títeres con cabeza”.
Ni los españoles se amedrentaron tanto como aquellos franceses que de solo mencionarles la guerra caían en una tremenda pasión de ánimo.
Como mi madre los había servido bien, quisieron hacer algo por ella antes de regresar a su país. No es por desdorar el gesto, pero a la francesa le sobraba dinero para hacer caridad. Tenía de todo. Su marido era dueño de varias joyerías, una de ellas muy nombrada, en la calle de Obispo. Así que un día la llamó y le dijo:
-Mira, Juana, nosotros regresamos a Francia, que con un Haití ya tuvimos bastante; pero le hemos tomado aprecio y no queremos dejarla desprovista.
Dígale a Ramón que le vendo una media manzana de terreno en doscientos pesos. Ahora apenas vale para nada, pero mañana le van a ofrecer muchísimo dinero por ese lugar. Es una inversión segura, porque La Habana viene creciendo en esa dirección, y cuando pase la guerra, el que sea dueño de esa esquina se hace rico.
Pero mi madre desconfió. Si los franceses vendían ese pedazo del Vedado, era porque no podían llevárselo a París, porque todo lo demás lo estaban metiendo en baúles.
Si no llega a ser por la guerra, ellos se mueren aquí de viejos, porque sol como el de La Habana no iban a encontrarlo en ninguna parte.
Mi padre perdió esa buena ocasión de levantar cabeza. Le dio de lado a aquella esquina baracutey y lo que hizo fue meterse en el negocio de los coches, que de riendas sí sabía, por haber manejado tranvías y guaguas haladas por mulas.
No le critico la decisión que tomó. ¿Quién iba a adivinar que el Vedado llegaría hasta donde llegó? El solar que los franceses le metieron por los ojos a mis padres estaba en Línea y 12, cuando aquello era pura manígua. Y no es exagerar que en la esquina de 11 y C había cuando aquello un ingenio ¡moliendo cañas en el medio del Vedado!
El mejor reglo que esos franceses le hicieron a mis padres fue el de ponerse a vivir en la ruta del tranvía y propiciar que se encontraran, se enamoraran y llegaran a casarse en 1894.
En el año de Baire tuvieron el primer hijo, Pascasio; en el 97, el segundo, Gerónimo, que nació en San Román de la Llanilla cuando mi padre viajó a España a capear la tempestad. Y yo fui el tercero.
A las nueve de la noche del 19 de septiembre de 1899 nací, habanero de sangre canaria y montañesa; todo eso a mucha honra.
Nací en la calle Buenos aires número 6, esquina a San Francisco de Paula. Me recibió en este mundo María Regla Moliné, partera de buena mano, graduada con alta calificación y amiga de la familia. Otra mulata vecina me puso el sobrenombre de Macho. Me bautizó un matrimonio de Santander, Modesto y Donata, que no tenían hijos y les sobraba el tiempo para los ajenos.
El primer establo de coches lo tuvo mi padre en el 1905. Por ahí andaba todavía un cuño gomígrafo de Carrillo número 3, que era su dirección cuando el barrio estaba lleno de marabuzales y potreros.
Carrillo es la calle Omoa, en la quinta Dependiente. Esa finca era tan grande, que abarcaba desde Agua Dulce hasta Alejandro Ramos. Como la quinta se estaba ensanchando, compraron la finca El Conde y fabricaron en sus terrenos el pabellón Gómez y otro para los locos.
Cuando echaron las cercas para lindar sus nuevas propiedades, la calle Carrillo quedó dentro del hospital. La dejaron conforme estaba, no fuera a ser que el gobierno les reclamara .
Si sucedía eso, no había más que derrumbar los muros nuevos. La calle volvía a ser calle y a salir a Agua Dulce como si nada. Pero nadie protestó, o sería que los dueños de la quinta soltaron dinero para que no pasara nada. El caso fue que la Dependiente se tragó esa calle.
El dueño anterior de esos terrenos fue un señor de sangre azul, un conde que murió loco. El recuerdo que guardo de él es un susto. En su propiedad había matas de pitaya, esa fruta rosada muy dulce, de muchas semillas. Los niños siempre sabíamos dónde estaban las pitayas más dulces y maduras; y no importaba si había lomas o cercas o ríos de por medio, siempre sabíamos llegar a ellas. Ese día se nos ocurrió ir a comerlas a la finca del conde. Ya estábamos en lo mejor del banquete, cuando se apareció aquel hombre desaforado disparando su escopeta. Esa cerca no volví a saltarla.
De cuando niño recuerdo cosas malas y buenas. Algo que nunca se olvida son los juegos. Con ellos también se aprende lo que es la vida. Mirar lo que hacen los gatos. Jugando la madre los enseña a cazar. También los entrena en la pelea. Mucha maldad de la vida se aprende en los juegos. Los padres y los maestros debían imitar más a los gatos. El adulto que juega con un niño no está perdiendo el tiempo.
La quimbumbia se hizo popular porque era sencilla y barata, un entretenimiento de la calle que no se vendía en ninguna tienda, sino que podía sacarse de una escoba mocha.
Nada más era golpear un palito, hacerlo saltar y en el aire meterle un fuacatazo. Algunos creen que es un juego de bobos. Todavía queda gente que si te ve en una tontería pregunta: ¿qué pasa, compadre, tú juegas quimbumbia, o empinas chiringa con hilo negro de noche?
Existía el piquiniquén pisado, que tú recogías una lata vacía, la achatabas a golpe de piedra, y, cuando ya estaba bien plana, la tirabas lejos, para cualquier parte. El primero que la pisaba, ese ganaba.
Estaba el trompo, de madera y con punta e hierro, afilada como las espuelas de los gallos, hecha para romper al contrario, para partir en dos al trompo del otro. Se bailaba con una pita, se tiraba con fuerza. Los muchacho nos poníamos furiosos, porque el juego no era ver lo lindo que bailaba el trompo, sino joder al otro, y hasta ojos sacados y cabezas rotas hubo con esa diversión.
El chicote escondido era hacer un nudo con un trapo y desaparecerlo, y la gente a buscar. Si andaban despistados, el cántico era “frío, bien frío”, pero si le pasaba cerca: “¡que te quemas!”. Había el juego de la pesa. Le decía a uno: “ven, que te voy a pesar”. Te lo encaramabas encima y venían los otros con tablas a tumbarlo.
La lunita era como el de los escondidos. Había una base y tenías que llegar a ella y tocarla antes de que te descubrieran y te gritaran: “¡te vi!”.
Siempre se armaban discusiones, porque nadie quería perder, y salían con que tú no me viste; y el juego se acababa a tortazos.
Esos juegos llegaban como las frutas, por temporadas, uno detrás del otro.
Nadie sabía quién los empezaba o quién los terminaba. Llegaban y se iban lo mismo que las modas. Un día cualquiera amanecíamos con la pasión por las bolas, alborotados los muchachos del barrio, cada uno buscando las suyas.
Luego venía la época de los trompos o la de los papalotes, que sí tenía que ver con el tiempo y de donde soplaran los aires.
Yo tenía un saco lleno de bolas, y eso era como un tesoro. Cuando pasaba la temporada, las guardaba hasta la próxima después de contarlas.
Había muchachos ambiciosos, querían tener más que los demás; eran como esas personas mayores que viven con el afán de ser más ricos. Entonces ellos hacían trampas, y hasta robaban por tener más bolas que los demás.
Con las bolas se jugó al chocolongo, que era hacer un hueco en la tierra y meterle adentro las bolas. Por ahí hay muchachos que todavía cogen un palito, dibujan un redondel en la tierra y juegan al role.
También se jugaba a la puntería. Para eso se guardaban las mejores bolas, los tiritos, y era un duelo a ver quién quemaba al otro. Ganaba el que tuviera más quimbe, así llegó a llamarse la puntería.
Y no había otros tiritos como los que traía la gaseosa Chichipó. Esa fábrica de refrescos la abrieron por el 1906. Tapaban las botellas con bolas.
Yo no sé cómo se las arreglaban para hacerlo; pero cuando la botella se llenaba, la bola subía y la tapaba.
La gaseosa Chichipó se vendía a tres centavos. Había una bodega en la esquina de Jesús del Monte y Alejandro Ramírez, una casa viejísima de tablas y tejas.
El dueño era un miserable, la tenía cogida conmigo. Yo iba a comprarle:
-Dame una gaseosa Chichipó con sirope.
-Para eso tiene que traerme la botella o un jarro.
-¿Y por qué no me das la botella como a todo el mundo?
-A todo el mundo sí, pero a ti no, Macho, que ya el año pasado los carreteros no querían dejarme la gaseosa, y, ¿tú sabes por qué? Pues porque las botellas iban a parar a la piedra china del Montañés.
La piedra mentada era una que se procuró mi padre, porque todos los cocheros que doblaban en el pabellón Segundo Alvarez, para coger por Jesús del Monte, rompían los guardafangos al rozarlos contra las paredes del hospital. Para evitar eso, mi padre le encargó a un carretero –de nombre Adolfino Morales- que le buscara un buen pedruzco para ponerlo allí de guardaesquinas y obligar a los cocheros a separarse.
Adolfino se apareció con aquella roca, una bola que medía como un metro. Mi padre dijo: “esa piedra va a ser ley, se acabaron los choques en la esquina”. Y allí íbamos nosotros a romper las botellas vacías de Chichipó y sacarle los tiritos. Hasta que ese ruin bodeguero se enteró y nos suspendió la venta.
La culpa no era de nosotros, sino del que se le ocurrió tapar con bolas los refrescos.
Las gaseosas venían del otro siglo. En tiempos de España, en la calle Figuras, se vendió gaseosa Pío Pío, que de tapa tenía como un patico y una goma blanca grande. No sé cómo cerraban esas botellas, con unas chapas jorobadas, extrañas; y dicen, porque no las vi, que con ese sistema salieron las primeras Coca Colas.
La Coca Cola llegó a La Habana por el 1906. La había inventado, según razones, un boticario americano que después vendió la receta.
Al principio la sacaron a granel y luego la embotellaron. Enseguida cogió tremenda popularidad por cuenta de una intriga que empezó a correr, acerca de un secreto que nada más sabían dos y no podían viajar juntos por si se mataban en un accidente.
El misterio era un jarabe estimulante, a base de coca y de cola, una medicina que servía para los dolores de cabeza, la jaqueca, la neurastenia.
La cola te levantaba el espíritu, lo malo era que enviciaba; no digo yo si tenía coca. Por eso tumbó a los demás refrescos, porque el que sentía sed pedía Coca
Cola; menos yo, que prefería Chichipó.
También pasábamos el tiempo con los juegos de tablero, y en una noche de frío, de lluvia, lo que se hacían eran cuentos o adivinanzas:
-Tiene rabo y no es caballo, tiene corona y no es rey, tiene dientes y no muerde, adivina lo que es.
-¡Lacabeza de ajo!
-Entre pared y pared está el negrito José.
-¡El clavo!
-Oro parece, plata no es...
-¡El plátano!
Y los cantos qué lindos eran, qué bien sonaban cantados por las niñas, aquello de Dónde va la Cojita, o el Matarile, o la Pájara pinta, o el Señor Don Gato.
Muchos de esos juegos y cantos los trajeron mis padres de las islas y las montañas donde nacieron y jugaron.
Un recuerdo muy bonito que yo guardo de aquellos tiempos es la ilusión del Día de Reyes Magos. La noche del cinco de enero hacías tu lista de peticiones y la dejabas en el arbolito de Navidad o en el nacimiento del niño Jesús, y, a la mañana siguiente, ellos te dejaban los regalos debajo de la cama, cerca de tus zapatos. Muy temprano los niños alborotaban el barrio, era una gran fiesta, aunque dispareja, porque a todas las casas no llegaban los reyes.
De dondequiera se sacaba diversión, de una soga, de un leño, las chatas –que eran latas aplastadas-, semillas, toneles vacíos, un charco, una cañada.
Con las yaguas que caían de las palmas, inventamos trineos; y con ellos nos tirábamos por los barrancos. Por el 1906 vivíamos en una de esas casas con ruedas; y yo estaba pasándola muy bien, porque con el bautizo de mi hermano Agapito nadie se acordaba de mí y me dejaban hacer.
Estábamos jugando un grupo de niños, todos varones, cada uno con su yagua; resbalábamos por el barranco mientras en la casa la familia entera se dedicaba a la celebración. Ese pedazo de tierra, donde caía el barranco, mi padre lo tenía arrendado a un mulato que acarreaba yaguas y palitos de tabaco. Por esos días le estaba vendiendo las yaguas a unos chinos que armaban cerca sus bajareques. Los chinos escogían las mejores yaguas y nos regalaban las malas, que nosotros amoldábamos para mandarnos loma abajo. Hoy recuerdo un lugar altísimo, pero tal vez no lo era tanto, porque la mirada del niño exagera los tamaños.
Pues ese dichoso día, cuando más nos divertíamos, se apareció aquella cabrona mulatica, la hija de Mayito Valdespino, un cochero de mi padre –cubano que mordía de patriota- que cuando empezó la guerrita de agosto soltó los arreos de su coche y se fue a caballo a los tiros, con patriotismo suyo, pero caballo ajeno.
Mayito era más mambí por dentro que por fuera, eso sí tengo que reconocerlo.
Porque los veteranos se dividían en dos bandos: uno de ricos, negociantes, políticos, acomodados al buen vivir, que ya habían llegado a donde querían; y otro, el de los desarbolados, estancados a medio camino, a un paso de la miseria si no en ella.
Aunque mi padre era español, quiso ayudar a Mayito, porque por encima de los bandos de la guerra, consideraba que era un hombre honrado y trabajador.
Mi padre no le daba las riendas a cualquiera, primero lo pensaba diez veces, y aún así se equivocaba. Mayito era buen cochero, persona decente, y pacífico mientras no oyera un clarín.
Mayito era un mambí sin bandera. Las había de oro, a cinco pesos, de plata a tres; pero él, sin usar ninguna, tenía todavía el pie en el estribo. Todo esto lo cuento para que se sepa qué clase de padre tenía aquella chiquilla que llegó al barranco tan arregladita, tan vestidita de blanco, tan pretenciosa para ser hembra.
-Oye, Machito –me dijo- déjame montar, mira que yo nunca me he tirado encima de unas yaguas.
-¡Váyase de aquí que este juego no es para niñas!
-No seas malo, Machito, una sola vez y me voy.
-¡Pues dije no, señora! Este juego no se inventó para mujeres, mejor váyase a hacer cocinaítos.
Entonces ella empezó a llorar y saltar, metió una perreta para ablandarme; pero no le hice caso, hasta que se fue loma abajo, sin yagua, y, de ahí, a correr a decirle a su padre que yo la había empujado. ¡Para qué fue aquello! Mayito echaba candela. Eché a correr por el barranco. Tuve tan mala suerte que me enredé con un fondo de botella que me abrió en dos la espalda. Era una herida que metía miedo, hubo quien pensó que me moría. Tuvieron que darme 14 puntos en la Quinta Dependientes. Ese día, que empezó con fiesta y bautizo, por poco termina en tragedia y cementerio. Ni olvidarlo puedo, porque todavía cargo con la cicatriz.
Ese fue un año malo para mí, poco después tuve que volver al hospital. Yo nada más tenía siete años cuando vi pasar la muerte tan cerquita. Me había comido una tanda de plátanos burros, y estaba completo, cuando llegó un tío mío que era tremendo borrachín, sacó su caneca de ginebra aromática y tuvo la ocurrencia de brindarme. Yo no quise hacerle un desaire, además, me gustó la fiesta, y le vacié la caneca.
Al principio me sentí de lo más bien; pero después, tuvieron que correr conmigo para el médico. No tuvieron que llevarme, porque de la quinta lo mandaron. Unos vecinos les dijeron:
-Vengan enseguida, que al Montañes se le está muriendo un hijo.
Y volaron. Me vieron, me tocaron la barriga, a ver, saca la lengua, se viraron para mi padre:
-Esto es un cólico miserere, no le garantizamos nada.
Ya no contaban conmigo. Qué manera de dolerme la barriga. Pero no era mi día, sané, volví a los juegos y nunca más volví a tomar ginebra, ni de grande.

La vida es como un vuelo de papalotes

Al recordar los juegos no se me podían olvidar los papalotes. Vienen del siglo pasado y todavía se les ve volar. El cielo se llenaba de colores en la temporada de los aires propicios, que empezaba con unos cuantos papalotes y a los pocos días había millones abejeando entre las nubes. A los grandes les llamaban coroneles. Había que amarrarlos a un poste para que la fuerza del viento no se llevara al muchacho. Se empinaban con hilo de carreta, porque otro no resistía.
Los chinos eran buenos haciendo papalotes. Armaban obras de arte con flecos, dibujos, dragones, faroles, gusanos, mariposas con alas muy grandes.
Se han inventado muchos juguetes, pero ninguno tan emocionante como ese de manejar un papalote por los aires. Un juego sano y bonito. Lástima que vino a afearlo la cabrona costumbre de querer joderse unos a otros.
Sacaban medias lunas, lascas de los cubos de botella, las amarraban a las colas de sus papalotes, y a volar, a pegarse a los otros con la mala intención de pasarles la cuchilla, y a gritar: “¡a bolina!”
Como si el cielo fuera tan chiquito que no cupieran en él todos los papalotes del mundo. Papalote que se iba a bolina, ya no tenía dueño, era del que lo alcanzara.
Papalote ido, papalote perdido. Era la ley. Lo mismo que en la vida; de ahí debió salir aquello de tener la vida en un hilo, y cuando alguien se muere se fue a bolina.
Se me hace la idea de que esa manía no la inventaron los niños, sino los mayores que, bajo el pretexto de cuidarlos y enseñarlos, entraron en el juego.
La verdad es que nosotros nos metíamos en los suyos; en la lotería, por ejemplo, que servía para reunir a la familia y a los vecinos en las noches, cuando no se había inventado la televisión, la radio todavía era un lujo y ya estaba gastado el repertorio de cuentos de brujas y fantasmas.
Jugar a la lotería era irse la noche sin darte cuenta. Uno sacaba la ficha de la bolsa y cantaba el número; y el que lo tenía marcaba el cartón con un frijol, con un maíz. Y venga el otro, y el otro, hasta que alguien completara una línea. Luego la cogieron con no mencionar los números. Si salía el 15, cantaban niña bonita; el 9 elefante; el 12 mujer mala; 13, tocar madera; el 44, cuácara con cuácara; y así.
Hacíamos apuestas de a centavo y más aspaventaba el ganador de doce o trece quilitos, que el jugador que ganaba en un casino miles de pesos en la ruleta.
A mí no me gustaban tanto los juegos como los caballos. Yo halaba para los establos, soñaba con tener unas riendas en la mano. A veces me pasaba toda la noche sobre el lomo de una bestia, o en el pescante de un carruaje o domando algún potro difícil, y cuando me despertaba, me parecía que era verdad.
Tampoco tuve mucha vocación para el colegio, nada más llegué hasta el cuarto grado. El primer colegio al que asistí, en 1906, estaba en Correos y Redención.
De ahí me pasaron para la Quinta de los Molinos, pero al presidente José Miguel Gómez se le ocurrió abrir una exposición lindísima por el año 12, y mudaron la escuela para Cerro y Tulipán donde hoy hay una capilla.
En la calle Santa Rosa estaba el colegio de las hembras, y a una cuadra, el de los varones. Mi maestra era la señora del director, y con una barriga de este tamaño, ya casi para parir, había que decirle señorita. ¿Señorita de dónde, señor? Pero era la disciplina.
Mi padre también me daba enseñanza, pero a su manera. Tenía muchas leyes acerca de cómo se debía tratar a las personas, agradecer un favor, ayudar a los necesitados, cumplir la palabra que se daba o el juramento que se hacía, y también acerca del no dejarme engañar.
Cuando le cumplíamos, nos llevaba a pasear, a una fiesta, a visitar a unos amigos, a un buen cliente. Un lugar que me gustaba mucho era el canal de Vento. Hoy está ahí mismo, pero ir a paso de caballo era como ir al fin del mundo.
Pero más que los paseos y los juegos a mí me llamaba la atención la vida del establo. Tenía apuro en crecer nada más por verme con las riendas de un coche en las manos.
El primer animal que tuve fue un burrito que se llamaba Perico.¡Qué animalito más bueno! Me llevaba a todas partes. Nada más se daba conmigo. Si venía otro a montarlo se agachaba y lo botaba por encima. Después rebuznaba como diciéndole: “para que no te vuelvas a equivocar conmigo”
Yo no soltaba a Perico y tanto di con el burro para allá y para acá, que mi padre se encabronó y lo vendió al primero que lo quiso, y en lo primero que le ofrecieron, que fueron ocho tristes pesos.
Después aprendí a montar caballo. Nadie me enseñó, eso fue cosa mía, de meterme en el establo y darme cabezazos hasta que por fin lo hice. No fue tan fácil como lo del burro Perico, pero le puse mucho empeño. Lo que no logre el hombre es lo que no se lo propone.

Ese caballo me mandó al Hospital

Me confié porque el caballo parecía noble y por creer que sentarme encima de una montura era ya ser jinete. Al final los golpes son los que enseñan. Se me fue la mano de las riendas, que no es como dicen unos, las riendas de la mano. Y el caballo me mandó al hospital.
Hospital es un decir, porque los españoles y sus parientes siempre íbamos a parar a las quintas. Mi padre me llevó a la Dependiente, al pabellón Gómez, que entonces estaba acabado de hacer, de dos plantas.
En mala hora me llevaron allí, porque acabando de oír el médico la historia de la caída, se paró y dijo:
-Este se reventó.
Me pusieron a dieta, no me dejaban probar bocado. Nada más me traían un vaso lleno de una cosa blanca y unos dulces de engaño, que lo que llevaban por dentro era candela.
Y en esa pena llevaba ya como cuatro días, sin que me dieran nada de comer, cuando me di cuenta de que el remedio iba a ser peor que la enfermedad.
Qué manera de sufrir mirando hartarse a los demás. Llegaba el enfermero con una libreta grande donde apuntaba los gustos de los pacientes. El enfermo pedía tal plato, y ese era el que le traían; como si estuviera en un hotel. Cuando me tocaba a mí, cerraba de un tirón la libreta.
-A usted ni le pregunto.
Lo mío era el vaso blanco y los dulces agrios.
-¿Y se puede saber hasta cuándo?
-Hasta que diga el médico.
El que pasaba la visita era un médico que tenía la mala fama de ser zoquete. Y no estaba equivocada la gente, porque al final, el hombrecito resultó tan atravesado, que murió por la mano de un enfermero. Conmigo se portó muy mal. Un dia le pregunté de la mejor forma:
-¿Y yo cuándo cómo?
-¡Eso sí que está bueno! –respondió el zoquete- ¿Usted vino a hartarse o a curarse?
-Pudiera ser que a las dos cosas-le dije encabronado-, porque comer no es ningún delito.
-No será delito- siguió insultándome el zoquete-, pero si vino a curarse ni piense en comer. Y si vino a comer se equivocó; porque esta es una quinta para enfermos, no una fonda de chinos para hartones.
Ahí mismo se acabó el ingreso. El director de la quinta formó tremendo alboroto. Que tenía que esperar, que podía estar reventado, que con esa pierna así ni me atreviera a dar un paso, que si mi padre se enteraba la iba a pasar mal, que por nada del mundo me daba el alta. El alta me la di yo esa misma noche. Si llega a pasarme cuando vivíamos al lado, nada más era salir andando por la puerta para afuera; pero como ya nos habíamos mudado, tuve que llamar a Bertha al establo de los franceses y pedirle que me mandara un coche enseguida.
Llegué después de la media noche a mi casa; mi padre estaba despierto esperándome, porque ya estaba avisado. Quería pegarme, obligarme a volver a aquel martirio. Me corrió detrás por toda la casa, pero ni eso ni el respeto que le tenía me asustaba más que el recuerdo del hambre y los malos tratos del médico.
Todos los de la quinta eran amigos nuestros, como de la familia. Suárez, el mayordomo; Aedo el administrador. Los médicos visitaban mi casa, se quedaban a conversar, a comer.
Menos mal que no estaba reventado. En aquellos tiempos la medicina era más de suerte y adivinanza que de sabiduría. No había estos adelantos de hoy ni siquiera en España.
En el año 1909 mi hermano Gerónimo se enfermó, y mi padre lo mandó a Santander para que lo vieran médicos buenos. Allí le dijeron que tenía un catarro metido en el pulmón izquierdo. No habían descubierto los antibióticos, ni la sulfa se conocía. El tratamiento que le pusieron fue darse tintura de yodo en esa parte del pulmón tres días sí y dos no, y tomarse unas cucharadas de jarabe, que tomara bastante leche, que comiera yemas de huevo con jugo de carne y que se divirtiera mucho. Gerónimo se curó y anda por los noventa.
Las recetas que daban los médicos eran fórmulas que el boticario componía al Momento. La quinina la mandaban para todo, para el cansancio, las debilidades, la falta de apetito. Hasta los caballos de los establos cogieron quinina.
Me gustaba ir a las boticas, siempre había una sorpresa, regalaban abanicos para el verano, cancioneros, almanaques, libritos con chistes y adivinanzas, y caramelos de azúcar candy.
No hacía falta comprar para recibir uno de estos regalos. Cualquier niño del barrio llegaba al mostrador, pedía, y el boticario sacaba un puñado de caramelos. A eso de las diez de la mañana ya no había caramelos en la esquina de Tejas.
Fue muy bueno que los españoles de cada región se asociaran para ayudarse con la medicina, y las casas de recreo. Así se defendieron de las enfermedades, conservaron sus cantos, su música y se mantuvieron unidos.
En los libros de mi padre puede verse la cantidad de veces que salía en coche rumbo al Centro Montañés. Y también eran muchos los clientes que pedían viaje para ir a una quinta, ya fuera para verse con el médico o para visitar a un enfermo.
La quinta La Integridad fue de las primeras que abrió sus puertas en La Habana, en el barrio El Capricho, en la ladera del Castillo del Príncipe, donde Zapata entra en Carlos III. Ese barrio se llamó El Capricho por una bodega – con muchísima clientela- que hubo con ese nombre, propiedad del viejo Antonio. Esa bodega estaba en Zapata número 3. Cuando se acabó la Guerra de Independencia, hicieron allí una casa de apartamentos.
La quinta La Purísima la abrieron en Vigía y Príncipe, que al final no sirvió, porque no tenía buena comunicación. Entonces el presidente Machado la cogió para almacenar chinos allí. A ellos nunca les gustó. La gente por joderlos les gritaban:

-¡Chino, pa’La Purísima!

-¡Coño e male!-contestaban los chinos que se los llevaba el diablo.

En los terrenos de El Ferro, que eran de José Mazorra, dieron cabida a los locos.
La quinta Covadonga es viejísima, empezaron a hacerla en el 95, en una finca que el almacenista de tabaco, Valle, le regaló a la Sociedad Asturiana. Entonces las tierras eran muy baratas, hasta un medio podía valer el metro, pero de todas maneras ese fue un gesto que los asturianos le reconocieron, y, hasta el otro día, estuvo en la entrada de la quinta una estatua que le hicieron a Valle frente a su mujer.
Desde que se organizaron en el tiempo de España, en lo primero que pensaron los asturianos fue en abrir una quinta. Esa idea tiene que haber venido de Claudio Delgado, un médico que había trabajado con Finlay.
Santovenia también es de esa época. Yo no pensaba ni nacer cuando entró a la bahía una flota de guerra rusa. Se cuenta que los zares la mandaron para darle en la vena del gusto a un príncipe. Dicen que desembarcó en canoa por el Muelle de Caballería y fue directo a la casa que habían preparado para alojarlo, que era precisamente Santovenia, la casa de unos condes.
Allí se daban fiestas grandísimas, que duraban hasta la salida del sol. Se llenaba aquello de carruajes de lujo. Luego esa propiedad la cedieron a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados y Santovenia se convirtió en asilo.
Me viene a la mente la quinta Balear, del tiempo de España, de los que llegaban de las islas Baleares. Su primer pabellón lo fabricaron en la quinta del Rey, en Concha y Cristina, donde después hubo un depósito de camiones de La Lechera. En La Balear hubo un médico que se hizo famoso porque mataba a los locos incurables.
En el 1909 se fundó el Centro Castellano, que la quinta la tenían en Arroyo Apolo, igual que los canarios; y en 1910, los montañeses también abrieron su casa en el Paseo del Prado. Tenían música y bailes de Cantabria, una biblioteca grandísima y una estudiantina que fue muy mentada. Allí iba mi padre a juntarse con los de mi pueblo. Luego venía hablando de lo que había oído. Mi padre nunca dejó de ser montañés. Cuando se levantaba con Santander en la cabeza había que oírlo. Por ahí todavía andan las cartas que le escribía a la familia en San Román de la Llanilla y las que recibía de allá contando de los parientes, de la romería del Loreto, las ferias, los amigos de la calle Santa
Clara, la escuela de Castillo.
Yo estoy seguro de que al morir, en una quinta española, lo que estaba en el último pensamiento de mi padre, era un paisaje de Santander.

El establo de la Ermita

Cuando mi padre mudó sus coches para la Ermita de los Catalanes en el año 1911, todo lo que es hoy la Plaza de la Revolución José Martí, no pasaba de ser un reguero de fincas, potreros, lecherías, corrales, barrancos y árboles.
La finca donde fuimos a vivir se llamaba La Huerta. Era inmensa, abarcaba todo el terreno entre la calzada de Ayestarán y la avenida de Rancho Boyeros, desde el Comité Central hasta la Biblioteca Nacional.
La casa estaba en medio de una arboleda grandísima, en el mismo lugar que hoy ocupa el edificio del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Un día al, al pasar por ahí, se me ocurrió decirle al soldado de la posta:
-Aquí viví yo.
Y el guardia me miró como diciendo: “lo único que me faltaba, un viejo loco”
Pero qué se iba a imaginar. Mi casa era de mampostería, de altos y bajos, grande y cuadrada. Solamente la sala medía ocho por ocho metros, el doble de cualquier habitación de casa particular. Y estaba llena de pasillos y cuartos y tenía una terraza muy linda con una vista de bosque verde, un paisaje que hoy no te encuentras dentro de la ciudad ni siquiera en las casas más ricas.
El comedor era fresco y grande y el patio ni se diga. El techo todo de tejas, sin una gotera. La única vez que esa casa se mojó por dentro fue cuando azotó el ciclón del 26.
La cocina trabajaba con carbón y tenía una chimenea bien alta para que no humeara dentro de la casa. No se me olvida ni un rincón de esa finca que tanto me gustaba.
El comedor era inmenso, debido a que los cocheros almorzaban con nosotros.
Mi madre les cocinaba. Mi padre, contento, porque de esa manera todos eran puntuales. Y los cocheros agradecidos, porque la Ermita era entonces un lugar aislado y la fonda más cercana estaba en infanta y Carlos III.
Nuestros cocheros dormían en la finca, porque tenían que levantarse muy temprano y hasta allí no era fácil llegar. Era preocupación de mi padre que los empleados estuviesen cómodos; mi madre les servía sábanas limpias como en cualquier hotel.
Un día un dueño de establo amigo de mi padre le aconsejó:
-Oye, Montañés, dándole cama a tus cocheros y quinina a tus caballos vas a ir a la ruina.
Pero no fue eso lo que acabó con su negocio.
Los coches de mi padre eran de establo, no de alquiler ni piquera. Ellos nada más hacían viajes por encargo, y de regreso a casa ni por centenes podían los cocheros recoger a desconocidos.
El servicio se pedía por teléfono, ya funcionaba la planta de Águila y Dragones.
Los clientes llamaban al A-4140, o al A-1736, decían sus nombres, a dónde necesitaban ir y a qué.
Su nombre, porque había que recogerlo a la hora y lugar en que él señalara.
Destino porque se necesitaba saber qué tipo de coche, cuál caballo y cuál cochero se prestaba para el viaje. Y a qué iba, porque cada servicio tenía sus diferencias. No se vestía igual el cochero para una fiesta que para una diligencia, no iba el mismo cochero a una boda que a un entierro. Mi madre trabajaba en el despacho de los coches. Recibía los encargos y los pasaba a una pizarra grande con un creyón que le colgaba al costado, amarrado a un hilo grueso para que no se extraviara.
Con el creyón iba anotando los pedidos. Por ejemplo: “coche para la señora Catana a las dos de la tarde, a una diligencia en el Vedado”, y coche para Don
Cosme de la Torriente, a las tres de la tarde, a una reunión en Columbia. “Esas dos eran carreras para mi padre y con buen coche. La señora Catana, por amistad; y Don Cosme por su importancia, lo mismo que el general Ducassi, mister Ortíz, el de los ferrocarriles, José Gómez Penabad y otros clientes de primera.
Por cada encargo se le hacía una tarjeta al cochero para que conociera bien cuál iba a ser su itinerario y qué ropa debía ponerse. Ellos se levantaban tempranito, mi madre les servía el desayuno y se reunían con mi padre. Si era un día bueno les decía:
-Salen todos. Que no me den una queja.
Y repartía las tarjetas.
Casi siempre era un día bueno, porque teníamos mucha clientela. Por eso mi padre siempre estaba pensando en conseguir nuevos coches y nuevos caballos.
A veces eran tantos los pedidos, que no dábamos abasto, pero por nada de la vida mi padre le decía que no a un cliente. Lo que hacía era que le alquilaba coches a otros establos; aunque eso no siempre salía bien, porque la competencia no era cosa de amigos ni de caballeros.
Por el año 11, mi padre se disgustó con un dueño de establo, Balboa, porque mi madre le pidió un coche para salvar un compromiso y él le respondió que no tenía. Pero, a esa misma hora mi padre estaba visitando a un amigo. Este llamó a Balboa y enseguida le sirvió. Desde ese día no existió para mi padre el establo de Balboa, y cogió la obsesión de juntar dinero para mandar a armar nuevos carruajes y conseguir mejores caballos.
Volviendo a lo del despacho. Los cocheros que tenían tarjeta para entierros se vestían con pantalón de punto, librea, un platón en el pecho y botas; los de bautizo, algo parecido. Los de boda, con traje blanco; para Vis a Vis halado por caballos moros, también blancos y vistosos.
En las bodas, si el cochero era bueno, el caballo marchaba pomposo que daba gusto.
Y en algunos casos, cuando el cliente lo pedía, el servicio de boda iba con paje, para abrir la puerta del coche cuando la novia montara y después cuando se bajara en la iglesia. Se vestía igual que el cochero, de blanco, y su bombín era de color café con leche y no negro como se usaba en los otros casos.
Eran lujos que se iban perdiendo. Mi padre hizo mucho por mantenerlos, pero cada vez le costaba más caro.
Antes de la guerra, según razones, los entierros eran todavía más encopetados.
De niño llegué a ver en los establos, ya pasados de moda, los uniformes de cocheros fúnebres, parecidos a los de los soldados antiguos, de esos que salen en las películas de castillos y caballeros.
Aquellos no eran carros de muertos, sino carrozas fúnebres, muy trabajadas, obras de artistas, con angelitos llorones en el techo. Llevaban dos parejas de caballos fuertes y la puerta de atrás era de un cristal grueso especial.
En los entierros de niños y de mujeres señoritas usaban las carrozas blancas, por ser ese el color de la pureza. El dorado se usaba para llevar a los mayores.
Con el tiempo un día se dieron cuenta de que la muerte no tiene color y le metieron negro a todo el mundo. O gris, para variar un poco.
El ropaje del cochero también tenía que ver con el muerto. Si el entierro era de un niño, el cochero iba de colorado con medias largas y blancas y zapatos de corte bajo con un hebillón delante. Si el muerto era un adulto, el traje del cochero era verde. En todos los casos se llevaba el sombrero de tres picos.
Los clientes también necesitaban mucho el servicio de casaca. Eso era que el cochero salía de paisano, sin librea, por un viaje corriente, una diligencia que no necesitaba lucimiento.
Nadie es capaz de imaginarse hoy las cuentas que tenía que sacar mi padre para llevar correctamente todo aquello, vestir a los cocheros, cuidar de los caballos, darle mantenimiento a los coches y mandar los mejores servicios.
Y no es que se perdiera dinero, porque negocio era negocio, pero tampoco se ganaba mucho. Ya por el año 16 fue que los ingresos pasaron de veinte pesos diarios; pero sacando las cuentas finales, en comparación, había más gastos que ganancias, porque si entraban 600 pesos, 500 eran para pagar los gastos del fregador, el caballericero, las curaciones de los animales, la herrería, los talleres de reparaciones, las piezas de repuesto, la alfalfa, la luz, el teléfono, las pacas de heno, las chapas para poder circular, los alambres para tender las cercas, las ropas del personal, que si un caballo le daba por morirse, las multas, los accidentes, el sueldo de los cocheros y mil compromisos más. Decía mi padre que todo se volvía trabajar y pagar.
Aunque los coches eran de lujo, los precios no estaban tan altos. Teníamos una tarifa. Para las visitas o diligencias que duraran tres horas y media, 3 pesos. A una función de teatro, 4 pesos, porque había que esperar a que terminara la obra para traer a casa el cliente, y en eso le cogía la una de la madrugada. Los entierros, bautizos y casamientos se hacían por tres pesos. Un paseo de dos horas valía 4; de tres horas, 5; y de tres horas y media 5 pesos y cincuenta centavos.
Teníamos otras entradas de dinero, pero no muy importantes ni seguras, porque la finca producía huevos, carneros, leche de chiva, carbón y en la época de los mangos las matas parían hasta para hacer dulces.
Todo esto lo sé porque me acompaña la memoria, pero además ahí tengo los libros de mi padre, todos los papeles que llevaba, sus cuentas, los pagos que hacía, las compras con sus precios, cada viaje de coche con la ruta, el cliente y demás datos, y un diario a donde iba a parar casi todo lo que le pasaba por la mente. Mi padre nació para escritor, aunque cogió otro camino. Nada más hay que leer lo que escribía. El habría hecho este libro mejor que nosotros.

Los vecinos

Alrededor de La Ermita vivían muchas familias de renombre. La finca que nos quedaba al frente, donde ahora está la Biblioteca Nacional se llamaba La Merced; y su propietario era Juan López Domínguez, un canario famoso.
Donde hoy está la Terminal de Omnibus, era la finca La Misericordia, y en ella vivía el coronel Aranda, que se casó con una hija de Petrarca Sañudo; y un día, váyase a saber por qué desavenencia, la mató.
La Sañudo fue una mujer tremenda. Grande, gorda, una mula de fuerte y una leona de carácter era esa señora. A pesar de que por dos veces tocó a su puerta la desgracia, ella mantuvo su temple.
Muy triste es la historia de esta familia. Los padres murieron cuando el tiempo de España, los dos asesinados por su propio yerno el marido de Petrarca.
Desconozco el motivo de aquel crimen. A Elizardo Muñoz no le hacía falta matar a nadie por dinero. No sé por qué le dio esa idea de asesinar a los suegros, pero estoy seguro de que no fue para ganar nada, porque tenía de todo. De su casa de San Rafael y Amistad, el dinero salía por barriles, carretones llenos, todo directo para la cuenta de su banco.
Elizardo también tenía muchas tierras. Los alrededores de la actual Terminal de Omnibus eran suyos, por la calle 10 y 12 a 23, toda la parte que va por la avenida 26 hasta el cementerio chino era suya; lo mismo que el otro terreno grande por la calle 25. La mitad del cementerio de Colón salió de sus donaciones de terreno. Además era dueño de muchas casas y comercios.
Cuando cometió el crimen, La Sañudo le dijo:
-Ni muerto quisiera verte salir por esa calle de San Rafael.
Dicen, yo no lo vi, que cuando Elizardo salió libre, se dio la mejor vida que pudo, que tenía criados, un cochero que lo paseaba todos los días por La Habana y una negra bonita que lo bañaba mientras él le decía: “suavecito, faraona, suavecito”.
Pero esos son chismes que se oyen en los coches, y quién sabe si son inventados para pasar el rato. Nosotros no estamos escribiendo un libro de historia, nada más estoy revolviendo el montón de recuerdos que están en mi cabeza.
Elizardo murió como a los 95 años. Dos agencieros lo bajaron por la calle Amistad. Yo vi su entierro. Nada más era de gente encopetada, gente de bomba como él.
La Sañudo era distinta, porque siendo una gran señora, también de gran fortuna, no se daba tanto piste ni se preocupaba por aparentar lo que era. Al contrario, con tanto dinero, se vestía como la habanera más pobre. Si usted la veía por ahí, no se podía ni imaginar que fuera una mujer tan rica. Usaba mucho un vestido color cucaracha con un trapajo negro en la cabeza, que no era la moda, ni sé si era una maña o si tenía que ver con alguna religión o costumbre de otro país.
Una hija suya estaba casada con Loynaz del Castillo, dueño de una finca grandísima por los alrededores de Capdevilla. Tenía otro hijo, una persona muy correcta, que después fue maestro masón. Y esta otra pobrecita, que murió por la mano del coronel Aranda.
¡Cuánta desgracia tuvo que soportar Petrarca! El marido la dejó huérfana, y Aranda le mató a la hija. No es para juego. Ella le pronosticó:
-Con todo lo coronel que tú eres, todo el tiempo que yo viva tú te lo vas a pasar en la cárcel. Yo sé que cuando me muera tus amigos te van a soltar, tus influencias y tu dinero van a comprar tu libertad, pero hasta entonces vas a estar pagando caro tu deuda.
Y así fue.
Por los rincones de La Ermita vivió sus últimos años don Cipriano Méndez, cochero que mi padre recogió cuando ya nadie lo quería. Era un viejito muy viejito, con grandes patillas blancas y lo único que tenía como suyo era una yegua llamada Bruja y la amistad de mi padre, que le valió para no ir a la muerte como un harapiento.
Yo era un muchachito cuando Cipriano llegó al establo y me divertía ver como le gritaba al animalito:
-¡Bruja, bruja!
Y la yeguita venía obediente y bajaba la cabeza.
Algunos no entendían por qué mi padre hacía esas obras de caridad. Una noche oí quejarse a los cocheros:
-Así que El Montañés no nos pasa una, mientras que a este escombro de viejo lo trae al establo, le da de comer y no le exige.
Yo no me quedé con eso, se lo pregunté a mi padre. No solo por don Cipriano, sino por otros amigos suyos que estaban en caso parecido. Y él me respondió que a todos los hombres no se les podía medir con la misma vara, que ese viejo merecía el trato que estaba recibiendo.
Ya no daba más don Cipriano. Se murió en julio del año 12. Como a las seis y media de la mañana se puso muy mal. Un cochero de nombre David, el maestro de obras Leoncio Salas y el albañil Félix Gutiérrez Arias, más conocido por Fito el de Pilar, por ser hijo de la vecina Pilar Arias, cargaron con el viejo que ya se moría. David salió a toda rienda para el Hospital Número Uno, que hoy es el Calixto García, pero ya don Cipriano iba muy mal. Como a las dos y media de la tarde siguiente murió.
Julio del año 12 fue un mes malo, porque el mimo día en que enterraban a don Cipriano, Tomasito Gutiérrez Arias, el otro hijo de Pilar, mató de una puñalada, a las doce de la noche, a nuestro vecino Florentino Muñíz, dueño de una bodega de La Ermita de los Catalanes llamada El Cañón.
Según oídas, que no lo cuento para que se me crea, ese crimen fue movido por las faldas de una mujer llamada Lola. Y ese hijo de Pilar, después de cumplir su condena, como era hombre de trabajo, llegó a ser delegado en los muelles de La Habana.
Florentino el bodeguero era un buen hombre, muy decente y luchador. Ese mismo día que lo mataron había estado en nuestra casa muy tempranito. Vino a pedirnos un favor. Lo menos que se imaginaba era que la muerte lo estaba esperando. Fue a casa y le dijo a mi madre:
-Juana, présteme el cepillo de carpintero, que quiero poner un mostrador nuevo antes de irme a España a ver a mi madre.
Nunca más volvimos a ver el cepillo, porque de ahí Florentino fue a parar al cementerio. El muerto y el matador eran amigos del barrio. Todavía no me explico por qué a ese muchacho se le ocurrió hacer esa salvajada. Mi madre lloró mucho cuando lo supo. Las cosas que tiene la vida. Un hijo de Pilar corriendo para tratar de salvar a un viejo, y el otro preparando un asesinato.
Y siguiendo el tema del lugar, lo más curioso del paisaje era la iglesia. Fue la que le dio el nombre de La Ermita de los Catalanes. Estaba donde justamente ahora hay un semáforo, en la calle Paseo como quien va para La Habana. Es propiedad de la Beneficencia Catalana. La virgen de los catalanes era negra, y la iglesia muy bonita. La levantaron allí en 1921. Cuando Machado la cogió con urbanizar la Plaza Cívica, la mudaron piedra a piedra para una loma que está frente al Río Cristal.
¡Cómo ha cambiado la finca!, ya de ella nada más queda el cielo y algún árbol viejo que de milagro siga en pie.

El pie en el alto pescante

El pescante estaba tan alto y yo era tan bajito, que me dio pasión de ánimo, pero no le cogí miedo. Ese había sido mi sueño, verme sobre los coches, porque ya de caballos creía saber bastante. El otro requisito para ser buen cochero era conocer bien La Habana, saber ir a la dirección que te pidieran; y eso ya yo lo tenía bien aprendido de cuando salía a cobrar todas las cuentas del establo .
Cogí resuello, me encomendé a Dios, me impulsé, y cuando vine a ver ya estaba arriba, con las riendas en las manos. Me dio por reír. Después me dije:”Macho, ya tú eres cochero, así que ¡arrea!
No se me ocurre con qué comparar la emoción de sentir que le estás hablando al caballo y él te entiende, que le hace caso a tu mano, que te conoce y por eso lleva el carruaje a donde quieras y como quieras.
Siempre traté de hacer un buen papel, de cumplir con mi oficio, de ser un cochero responsable, de confianza.
Y eso lo conseguí, porque al poco tiempo de andar por las calles de La Habana, ya los clientes le pedían a mi padre:
-Oigame, montañés, mejor me manda al cocherito. Y cuando yo oía eso me ponía que no cabía en el traje de cochero.
Tal vez no me pedían solo porque trabajaba bien, sino porque le daba gracia salir de paseo llevando como cochero a un muchachito. Los cocheros viejos protestaban: “cómo van a mandar a la calle a este vejigo”. Pero a mi padre le gustaba que me pidieran. Antes de salir a un servicio me advertía que nunca bajara del coche delante de las autoridades para que así pudiera disimular un poco mi tamaño.
De todas maneras, por más preocupaciones que tuve, más de una vez llamaron al establo para que me fueran a recoger a alguna estación de policía.
Mi padre iba, pedía la multa, pero otra vez los clientes preguntaban por el cocherito y yo volvía a las riendas.
El primer encargo me lo dieron en el año 15. Mi padre le dijo a mi madre:
-Juana, hoy dale tarjeta a Machito.
Fue como si viera a Dios. Me alisté en dos minutos. El viaje era para la calle Monte, para dar servicio al entierro de una niñita, la hija de Chacho, dueño de la refinería de azúcar de Pardo. Por esa época, y hasta la década del 20, la costumbre era velar a los muertos en las mismas casas donde habían vivido. Ya después de este entierro perdí la cuenta de los viajes que di, aunque algunos se me quedaron estancados en la memoria por alguna razón, un percance, un mal o buen momento.
Un lugar que no se me olvida es el café La Diana, que estaba en la esquina de Águila y Reina. Era un café muy famoso y concurrido, se mantenía abierto día y noche. Allí fue donde aprendió a cantar Barbarito Diez. En el café tocó por muchos años Antonio Romeu.
Nosotros íbamos todos los días al café La Diana a recoger unos tanques llenos de sobras, que eran la comida para los puercos y las gallinas de la finca. La Diana era un recado que a nadie le gustaba oír. Un viaje sucio, pero necesario. Por culpa de un mal cochero que quiso huirle a ese servicio tan feo, tuve un altercado hasta con mi padre. Ese cochero vivía en mi casa, recibía todas las consideraciones, era como de la familia. Se llamaba Manuel Ortega, pero todos le decíamos Guerrilla. Mi padre lo llevó a trabajar al establo por quince pesos y la comida. Era mulato, tendría unos treinta y pico de años y le huía al trabajo como el ratón al gato ¿Que hacía falta meterle el brazo a algo? No contaran con Guerrilla. A él buscarlo en la sombrita, durmiendo, o cerca de la cocina. ¡Haragán hasta morirse! Dondequiera lo veías tumbado, zafando el cuerpo. Nada más se le podía mandar a viajes cortos. No fueras a mentarle la playa de Marianao, el Vedado, Palacio, Puentes Grandes, Guanabacoa, porque enseguida tenía una excusa en boca.
-Guerrilla, una diligencia a Columbia.
-¿A Columbia? ¿Tan lejos? ¡Qué va! ¡Se me planta el caballo!
¡Mentira! Quien se plantaba era él y luego le echaba la culpa al animalito que no podía defenderse.
Guerrilla le tenía tanto miedo al trabajo como si fuese él quien halara su coche. Si llega a nacer caballo, para lo que más hubiera servido era para tasajo.
Entonces iba pasándola muy cómodo. Mi padre lo dejaba hacer, hasta que un día le tocó dar ese viaje a La Diana por el rancho, y como para colmo, había un mal tiempo, se le ocurrió cambiar el turno conmigo. Yo sabía por dónde venía, pero así y todo le dije:
-Está bien. Yo voy a La Diana y recojo las sobras. Pero ya sabes que mañana tienes que salir por mí tempranito.
-¡Palabra de hombre!
Aquella noche se estaba cayendo el cielo a pedazos.¡Qué manera de llover!
Cuando salí de La Ermita eran como las diez y no veía lo que tenía delante de mis narices. El pobre caballo estaba asustado; nunca había visto tanta agua.
Los viajes a La Diana tenían que ser de noche, porque antes de las diez Sanidad no permitía esos servicios. Por ese rancho apestoso el café cobraba seis pesos al mes y había que traerlo como fuera; porque de eso dependían los animales de la finca, de los que también comía Guerrilla.
Esa noche cumplí mi parte de compromiso. Al otro día me despertó la sorpresa de que Guerrilla se sentía muy mal y de ninguna manera podía pagarme el favor.
Lo que pasó fue que esa mañana cayeron en el establo más solicitudes que nunca. La vida es así, todo el mundo llamando. Un montón de entierros, bodas, paseos, bautizos, diligencias, de todo. Castigo de Dios, porque el haragán trabaja doble. Sin querer había cambiado la vaca por la chiva. Pues Guerrilla no fue a ninguna parte. Lo que hizo fue plantarse. Le dio un mal repentino.
Yo salí. En definitiva el trabajo nunca me ha asustado, porque para asuntos de riendas, que me llamaran, y porque era el establo del Montañés, que no podía quedar mal con nadie.
Pero cuando iba por esas calles empecé a pensar que en este asunto también mediaba una cuestión de honor. No era solo un viaje más o menos, sino hacer o no el papel de comemierda. El colmo era dejarse poner rabo por un cochero como Guerrilla. Fui cogiendo vapor, y cuando regresé le dije:
-¿Y el trato que hicimos?
-Amanecí enfermo, Machito.
-Y no sales a trabajar.
-Qué más quisiera yo, pero no puedo.
-Pues no sales hoy, ni mañana, ni pasado, ni más nunca en tu vida sales a la calle con un coche de este establo.
Ahí empezamos a discutir, hasta que mi madre bajó para intermediar:
Caramba, Manuel, parece mentira que se ponga así con el muchacho después que él se empapó anoche buscando el rancho de La Diana.
Pero Guerrilla seguía plantado. Mentarle trabajo era como llevarle el gato al agua. Y ni delante de mi madre, a quien tanto le debía, cedió.
Guerrilla siempre se salía con la suya, estaba acostumbrado a que mis padres le dejaran pasar todas las majaderías. Fue a ver al Montañés, pero yo detrás.
Le hicimos todo el cuento, cada cual como lo sentía. Mi padre no le dio mucha importancia a aquello, pero yo sí. Entonces no me dio más salida que ponerlo a escoger:
-Si Guerrilla sigue en el establo, yo me voy de la casa.
El no esperaba eso. Y sabía que mi palabra valía más que la del otro. Además, yo tenía a mi madre de mi parte. Vamos, de parte de la razón.
Mi padre trató de ablandarme, pero no cedí. Al contrario. Por poco me entra a golpes por el berrinche tan grande que le monté esa mañana. Hasta que poco a poco empezó a comprender que aquello había sido una puñetería imperdonable.
Hasta ese día trabajó Manuel Ortega, más conocido por Guerrilla, en el establo de Ramón Fernández, más conocido por El Montañés. La calle estaba muy mala, pero él se lo buscó, por haragán y tramposo. Más pena me dio por mi padre, aunque él también salió ganando; yo no podía dejarme avasallar por un sinvergüenza.
La ropa se compra, el caballo se doma, un coche roto, se remienda, todo tiene remedio menos nacer sin honor. Saliendo Guerrilla por su puerta, mi padre cayó en la preocupación por el caballo Minuto, uno de los mejores que hasta ese momento estaba a cargo del Guerrilla.
-¿Y ahora qué hago, Machito, con ese animal?
-Pues dámelo.
-¿Usted no se ve muy chiquillo para querer manejar un caballo como Minuto?
-Haga la prueba, padre, antes de hablar.
-No tengo que hacer ninguna prueba, me basta con mirarte el tamaño.
-Si es así como usted mide a sus cocheros, se hubiera quedado con Guerrilla; y si no tiene en quién confiar, pues mande a Minuto para el potrero.

Los caballos

Me gané a Minuto y lo supe llevar. Pronto me di cuenta de que Guerrilla no merecía ni el caballo que trabajaba.
Hoy los caballos son unos ceros a la izquierda, ya ni se lo echan a los leones del zoológico; pero, en la época del establo, tener una montura entre las piernas era lo mismo que llevar hoy el asiento de un carro bajo el fondillo, salvando que el caballo tiene mente.
El caballo es tan importante, que por donde quiera se oyen dichos con él: que si a caballo regalado no se le mira el colmillo, que caballo grande, ande o no ande, guarda pan para mayo y maloja para tu caballo. Hasta los políticos agarraban los caballos para hacer su propaganda electoral. Y que un hombre anduviera montado o a pie hacía ver si era un don señorón o un fulano cualquiera. En el figurao rondando a una muchacha bonita, no podían faltar ni el coche ni el caballo. Boda con pocos coches no era boda importante. Casa sin establo, no era mucha casa. Los coches y los caballos andaban por esas calles hablando de lo que eran sus dueños; y eso lo cuidaban mucho sobre todo los millonarios, que hasta encopetaban a sus cocheros.
En el año 1905 cuando se formó el Partido Liberal, toda la propaganda y el alboroto que hicieron la gente de Zayas y de José Miguel Gómez fue a caballo.
Una vez yo anduve con la caballería de Menocal. Éramos como 500 o 600 jinetes cuando aquello que se cantaba:

“Ahí viene el mayoral, sonando el cuero.”

Yo no entendía de política ni estaba afiliado a ningún partido, pero me gustaba el trote y me fui con ellos. Y qué mal me caía aquella conguita que sacaron los machadistas que decía:

“A pie, a pie, a pie,
se acabaron los caballos,
a pie, a pie, a pie,
no me duelen ni los cayos.”

Con eso nada más ya Machado la tenía perdida conmigo. A eso, sumarle lo abusador que era.
En el establo El Montañés, de la finca La Huerta-en La Ermita de los Catalanes-, el caballo tenía bien reconocida su nobleza y su maña. De esos animales respetables tuvimos muchos. El primero que me viene a la mente es ese que me encargaron cuando Guerrilla tuvo que irse.
Minuto era un señor caballo. Tengo una foto suya halando un Milord.
Lástima que esté borrosa y no sirva para el libro. Yo lo recuerdo clarito como si lo estuviera mirando delante de mí, con esa estampa de pura sangre que tenía.
El Duo era un americano aficionado a las carreras y lo había entrenado para las apuestas. El jockey no se le montaba encima, sino que iba detrás, sentado sobre un carrito de dos ruedas, de esos que le dicen arañitas.
Minuto llevaba una marcha elegante, fácil, entendía bien al amo, pero de tanto corretearlo bajo el sol lo dejaron ciego y ya nada más le quedaba el camino de los coches.
Cómo se sentiría el pobre, al verse metido en un establo de coches –aunque fuera de los de lujo, como el de mi padre-después de haber sido caballo de pista.
Minuto no era un caballo cualquiera. Según cuenta la historia, el dueño era un americano que vivía en Cienfuegos y le sacaba muchísimo dinero en las carreras. Pero la gente, mientras más tiene, más quiere; y el pobre caballo siempre andaba de trote en trote, zumbándose todo aquél sol hasta que perdió la visión. No era ciego de ojos blancos, sino azules; y nadie se daba cuenta de su defecto por lo bien que trabajaba.
Llevando a un borracho para la Habana Vieja, no quiso creerme que el caballo era ciego. No le dije nada más; pero él siguió con la duda, hasta que de la roña que cogí le contesté:
-¡Compadre, bájese y pregúntele a él!
Tan borracho estaba el hombre, que se bajó y me hizo caso. Yo halé la rienda de Minuto y él le dijo que sí con la cabeza. Y tan emperaltado estaba el cliente, que subió de nuevo convencido.
A simple vista se veía que Minuto era caballo de raza. Yo no sé cómo, a pesar de lo noble y lo bueno que era –y todo lo que le había hecho ganar al americano-cuando vio que ya no podía ganar en las carreras se deshizo de él, lo vendió con coche y todo. Lo vendió caro, pero lo que duele es la acción. Minuto fue un caballo fatal, no se mereció ir a parar al americano de Cienfuegos y mucho menos a Guerrilla.
Acabado de comprar en 800 pesos, ya le ofrecían 900 por él a mi padre cuando una libra de arroz valía cuatro centavos y un chorizo cinco.
Entre cien caballos que teníamos entonces en La Ermita, Minuto se afamó enseguida como el mejor. Le pusieron ese nombre porque hacía un kilómetro en un minuto. Más que un fotingo corría.
Por el año 17, cuando Minuto estaba entero todavía, dí una carrera que jamás en la vida la igualaría otro caballo de coche. Fue precisamente en el café La Diana, ese que nos vendía las sobras todas las noches. Pero de día íbamos allí a hacer muchos servicios, y a cualquier hora, porque estaba abierto.
La Diana venía de la colonia. Los dueños eran Belarmino y su cuñado José Fernández, el mismo que luego levantó el restorán en 1830.
José Fernández no acostumbraba ir a los entierros, pero parece que se vio en el compromiso y pidió coche. Tanto lo pensó para decidirse, que faltaban 25 minutos y todavía estaba con los pies en la calle.
-¿Me puede llevar a tiempo para que no esperen por mí?-preguntó.
Si llego a ir con otro caballo no sé lo que le hubiera respondido, pero iba con Minuto. Le dije al marchante que montara. Del café de Reina y Aguila al portón del cementerio de Colón fuimos en 7 minutos.
Fernández miró el reloj y se quedó pasmado. Me pagó el trago, el tabaco y hasta me dio dos pesos de propina por lo agradecido que estaba.
A Minuto no había ni que tocarlo, con sonar la boca nada más ya entendía.
No era caballo de fusta sino de palabra. Pero cuando lo cogieron mis hermanos casi acaban con él. Entonces mi padre me llamó un día.
-Macho, suelta a Tres Medallas y vuelve a hacerte cargo de Minuto a ver si lo arreglas un poco.
Nada más de cogerle las riendas me conoció. Pobrecito. Qué maltratada le habían dado, por no darse cuenta de que un caballo no es como un fotingo de hierro que camina a patadas.
Por esos días que me dieron a Minuto, fuimos todos a un entierro grande, un chulo que le dio por morirse en San isidro. Fue mucha gente, porque los chulos eran personajes de roce, lo mismo se codeaban con un bandido de callejón, que con un senador de la República. Fue tanta gente a ese entierro, que tuvimos que pedirles coches a varios establos.
Yo llevaba de pasajero a un amigo de mi padre, Antonio Ruíz, dueño de dos cafés cantantes cuando estaban abiertas las zonas de tolerancia.
Ibamos por Reina y Belascoaín, cuando de repente se plantó Tres Medallas con Cheíto de cochero. Lo que nunca en la vida me hizo a mí.¡Nunca!
Pero Cheíto no era dueño de aquella rienda. Ser cochero no es dar fusta y gritar, como ser panadero no es darle vueltas a la harina. Todos los oficios tienen su maestría y lo primero que uno tiene que hacer para llegar a ello es respetarse mucho. Y en el caso del cochero, también respetar al caballo y al cliente.
El cochero al que se le planta el caballo es un jalariendas.
Yo pasé cuando estaba armado el pugilato y me puse endiablado. Vi cuando
Cheíto se apeó con toda su calma, cogió las riendas con sus manos y pasó la línea del tranvía que Tres Medallas se había negado a pasar. Y todo ese show mientras el policía de tránsito daba el paso a la gente y gritaba mil insultos. ¡Qué vergüenza! ¡Un cochero pasando a pie la línea del tranvía! ¡Un cochero de La Ermita! ¡Un cochero del Montañés! Yo me puse rojo como un tomate, pero Cheíto iba contento, como si desfilara. Luego volvió al establo tranquilo y
borracho, más pena traía el caballo. Lo miré y me dije para adentro: “ya se volvió a joder Tres Medallas, en qué malas manos ha caído”
Yo levanté a Minuto a fuerza de cuidado y buen trato. Ya estaba entero. Iba a cualquier parte; pero un día mi hermano Pascasio me lo desgració.
Pascasio salió disparado, porque se le hacía tarde para un viaje. Iba volando rumbo a Ayestarán y, cuando fue a cruzar la calle, se le atravesó un hijoeputa que venía en su camioncito recogiendo ropa de tintorería. Se enredaron en esa esquina y el que salió pediendo fue el pobre Minuto.
Volví a trabajar con Tres medallas, aunque ya estaba medio muerto. Así y todo se podía confiar en él. Eso lo demostró un día que pidieron coches para entierro a las dos de la tarde en Ánimas y San Nicolás. El tramo de allá al cementerio de Colón era bastante corto, así que arreglé a Tres Medallas y me lo llevé a ese servicio. Luego me dijeron que el muerto no era cubano, ni chino, ni español y que ese entierro no iba para Colón, sino para el cementerio de los turcos.¡Fue como si me echaran un cubo de agua fría en la cabeza!
Si me llega a pasar cuando estaba al cuidado de Tres Medallas, que lo tenía llenito, peladito, bien cuidado, contento. Pero ya estaba matado, no era ni su sombra, tenía la mirada ida, todo el costillar afuera.
Empecé a acariciarlo y le dije: “¿tú sabes a dónde vamos? ¡Al cementerio de los turcos! Pero no te amilanes, que no pienso resolver esto con fusta, que hay cocheros que la merecen más que tú.”
Me imaginé que iba a perder el viaje y, con un poco de mala suerte, quizás hasta el caballo. Pero ya estaba en camino, y mi coche, si algo no tenía era marcha atrás. Cuando salimos nada más iba pensando y calculando si llegábamos o no. Cogimos por Galiano para arriba, luego bajamos por la calle Ángeles, fuimos buscando el rumbo de Luyanó. Yo estaba seguro de que la loma del Potosí no la subíamos de ninguna manera, ni con Dios empujándonos; pero Tres Medallas la subió. Le sacaba ese esfuerzo un relincho que daba lástima, pero no se plantó. Y eso que ni la rienda le tocaba, lo dejaba así a la marchita. Yo sabía que él haría lo posible, y hasta donde llegara, hasta ahí llegaba yo.
El cementerio de los turcos era unos kilómetros más allá del cementerio de Guanabacoa. Hoy en guagua es todavía una tirada larga, así que en coche, con un caballo maltratado, era como para encomendarse a todo el cortejo celestial.
Tres Medallas llegó al cementerio turco medio muerto, nada más con el espíritu, pero no hizo un papelazo. Y encima de eso los otros cocheros del establo regañándome;
-¡Pero Macho! ¿A quién se le ocurre traer aquí a ese caballo?
-¿Y qué iba a hacer, dejar embarcado al marchante?
Además, yo no lo traje, me trajo él a mí.
Poco después, ya separado para el potrero, murió Tres Medallas.
Garibaldi también fue buen caballo, aunque un poco arisco, de ahí le salió el nombre, por rebelde. A mí nunca me gustó. Era grande, que los cocheros tenían que treparse encima de un cajón para colocarle los arreos y el cabezal.
Mi padre lo compró en el año 16, en la calle Marina. Pagó 119 pesos por él a Pancho Miseria, un hombre que no había ganado ese apoyo por gusto, sino por ruín y sarnoso.
Sampallo también fue uno de los mejores caballos del establo hasta el mismo día en que murió en plena faena. Se le cayó redondo a mi hermano ahí mismo, en el Callejón del Pescado. Eso es después de Infanta, un tramo de vía cortico que va de Estévez a Universidad.
Ahí mismo se abrió de patas Sampallo y en la caída le rompió las barras al coche, acabó con los arreos y fastidió la carrera que llevaba, que era un inspector de Sanidad, muy amigo de la familia, vecino de la calle Estévez.
Cuando se lo contaron a mi padre se quedó pensando. No podía ser que un caballo como ese, tan fuerte y sano, se muriera de repente. Empezó a hacer averiguaciones hasta que dio con el misterio: el pobre animalito había sido asesinado con veneno .
La maldad de envenenar caballos fue ocurrencia de un mal nacido que le había pedido a mi padre cuatro monedas, cuatro centenes, lo que venía siendo veintipico de pesos.
Mi padre le negó ese préstamo y la reacción que tuvo fue la de envenenarnos cuatro de los mejores caballos. Uno por cada centén. Como para que todo el mundo se diera cuenta de que aquella matazón de caballos había sido una venganza.
En esa corrida nos envenenaron a Caramelo, a Alazán, al Mulato y a Sampallo. A esta hora todavía yo no sé de qué medios se valió el muy maricón para meterse en el establo y envenenar a los caballos.
Para reponer a los animales perdidos, mi padre compró a Tres Medallas, Los Arroyos y otros dos caballos de los corrales de Pancho Miseria. Y era reponer a medias, porque los caballos perdidos ya eran de coches y estos estaban por domar. Mi padre casi siempre me encargaba esa faena o la hacía él. A mí me gustaba, porque me ayudaba a entender más a los animales.
Yo domé un caballo tan arisco, que al verme en el enredo, Mercedes, la que fue mi novia- y luego mi mujer-empezó a gritar:
-¡Quítenle esa bestia, que lo mata!
Ese día llegué a La Huerta como a las diez y media de la mañana y al poco rato llegó El Coleto, un individuo que se dedicaba a los negocios de establo. Yo estaba tomando el desayuno en los altos de la casa cuando alguien me avisó que por el patio andaba buscándome. Bajé a ver qué quería; y él, muy orgulloso, como buen vendedor, me enseñó el caballo que traía.
La verdad es que estaba sanito, con buenos dientes, aunque un poco ciego. El
Coleto nada más hacía hablarme del cuero, pero no de lo que llevaba por dentro. ¿Cómo iba a vender un caballo tan vistoso en solo once pesos? Yo le buscaba lo malo de esa baratura; pero El Coleto me tenía mareado con su cuento, de que si era una ganga, que no me iba a arrepentir, que si tenía buena pinta. Lo que no me dijo es que ya lo había propuesto a los funerarios y lo devolvieron porque manoteaba y pateaba.
Yo sabía que El Coleto me estaba jugando la mala de alguna manera, pero pensé: “total, ¿qué son once pesos? me hago la idea de que se me perdieron”.Y lo compré. Nada más de ponerle la mano encima descubrí lo que ya sabían los funerarios. Ellos más que nadie tenían que ser cuidadosos al escoger los caballos, porque en medio de un entierro no era bueno que se alebrestasen.
Los cocheros viejos que me vieron pagarle al Coleto dijeron:
-Machito, perdiste el dinero.
Y empezaron con las burlas y el choteo, y ahí mismo se me metió en la cabeza enderezar al animalito.
Cuando El Coleto soltó aquel caballo en medio de La Ermita, no había quien lo tocara. Le fueron a poner el sillín y lo largó. Vino otro con la cuellera y le pasó lo mismo. No tenía paz con nadie. Y El Coleto metió su dinero en la bolsa y dijo apurado:
-Me voy, Macho, porque este negocio ya se cerró.
Yo agarré al animal y empecé a darle picadero y picadero, vueltas y vueltas con la soga hasta que se quedó como emborrachado. Traté de ponerle el sillín y lo botó. No entraba en razones. Me enredé con él a como fuera. Ahí fue donde llegó Mercedes, se asustó mucho y empezó a gritar.
Así estuve tres días seguidos, nada más empecinado en hacerle creer que el caballo era él, hasta que por fin la mañana del cuarto día me miró como diciendo: “ganaste”, y se dejó enganchar en el coche. En honor a la verdad, fue el caballo que más trabajo me dio.
Le tenía tantas ganas, por lo que me había hecho pasar, que lo llevé a todo lo que le daban las patas por la Calzada de Vento –en esa época un paraje solitario- y fui hasta Capdevila, que entonces era como decir el fin del Mundo.
Me tomé una Coca Cola y con la misma regresé al trote. Como lo habré puesto, que al llegar a Tulipán y Santa Teresa me entró a patadas. Por poco me parte la pierna, porque ya no aguantaba más abuso.
Al trote llegué a La Ermita, y encima de eso le hice una animalada; porque con lo cansado que venía, le quité los arreos y lo amarré debajo de una mata de chirimoya muy linda que había cerca de la casa. Lo puse como a la una y media a coger fresco y eran las siete de la noche y todavía estaba resollando.
Pudo haberle dado una pulmonía, porque no es saludable hacerle eso a un caballo después de haberlo trotado. Tenía que haberle dejado los arreos puestos hasta que pasara el sofoco.
Ya era noche cuando fui a verlo y todavía estaba resoplando como un fuelle.
Le acaricié la cabeza y la sacudió asustado. Ya tenía bastante. No se murió porque era fuerte. Me arrepentí de haber sido tan bruto con él. Le dije: “no te preocupes, borrón y cuenta nueva”. A partir de ese día me dediqué a él, no descansé hasta hacerlo un buen caballo de coche que la gente admiraba. Si el matrero del Coleto vuelve a verlo ni lo conoce. Llegaron a ofrecerme 300 pesos por él; pero no lo vendí. Para los cocheros viejos que se habían burlado de mí fue como si les diera un galletazo sin mano. Pero todo este trabajo que hice cayó en saco roto, porque cuando el animalito estaba en su punto vino alguien, y quién sabe por qué motivo, le tasajeó un tendón. El que no tenía valor para enfrentarse a mi padre, se desquitaba con los caballos del establo.
Me lo llevé volando para la herrería, lo cosimos allí, lo curamos, luego lo cuidé como mandó el herrero, pero se quedó cojo para toda la vida, fue a parar a los corrales. El que dio el tajaso sabía lo que hacía. Lástima daba como quedó; y yo perdí mi tiempo de la doma y la enseñanza.
Siempre estábamos comprando caballos. Vendedores habíamos muchos, de esos que tienen cría o que quieren salir del suyo; también gente dedicada al negocio, como los americanos Fred y Jack. Ellos traían barcos repletos desde el norte. Cientos de mulos y caballos de todas las pintas y tamaños. Había para escoger. Del muelle los trasladaban a unos corrales que tenían en el mismo medio de La Habana. El de Fred estaba en Concha y Fomento y el de Jack en Cristina casi llegando a San Joaquín.
Los caballos salían como a 900 o 1000 pesos las parejas, pero había que ver lo buenos que eran. Además, para sacar ganancias tenían que vender caro, porque no todos los animales lograban aclimatarse.
Con los mulos pasaba lo mismo, pero se usaban sobre todo en los carretones.
Mi padre siempre se preocupó por tener buenos caballos en su establo, bien cuidados y alimentados, siempre listos para halar coches. Caballos hubo que hasta merecieron estatuas. Unos se ganaban la fama por la clase de jinete que llevaban y otros por sí mismos, como Reluciente, el caballo de Matías Cabrera, que al lugar donde está le llaman Caballo Blanco.

Los cocheros

La mitad de los cocheros que circulaban por las calles de La Habana eran unos borrachines empedernidos y unos saltimbanquis. Andaban a fuerza de peraltazos y se cambiaban de coche y de establo más que de camisa.
Cuando mi padre daba con uno bueno, lo cuidaba más que al caballo, que es mucho decir, pero no tenía paz con los descarriados. Si alguno iba para el Juez Correccional, allá iba él a dar la cara por su empleado. No siempre el problema con la ley era de establo, pero de todas maneras mi padre lo sacaba del apuro.
Después, en La Ermita, el juez era él.
José López Salgado, El Chino, era un cochero de primera, pero su lado malo era que trabajaba a base de Peralta. Se lo tomaba uno detrás del otro como si fuera agua. El vaso de coñac valía un medio; y el Chino, de vaso en vaso, se pasaba de la botella diaria.
Yo le daba consejos, porque sabía que en el fondo era un buen hombre, y por eso, cuando me fui de los coches, le dejé el mío a él para que lo trabajara; pero lo que hizo fue embarcarme, porque yo le pagaba el piso donde estaba él, y en lugar de salir, se quedaba pegado a la botella. Luego, sin mi autorización, le pasó el coche a Mónico García, un mulato que había sido esclavo de los Barbones, millonarios del azúcar, dueños del ingenio Barbón, el Pilar, las casas que están por el cine Maravilla, las de la calle Atocha y unos cuántos establos.
Mónico había manejado los coches de Barbón, pero ya libre no quería trabajar en ninguno de sus establos por miedo a ser tratado otra vez como esclavo.
García Barbón cargaba con la fama de ser mala gente, borracho y abusador.
Decían, a mí no me lo crean, que el viejo Barbón, para darse caritate de rico, se limpiaba el culo con billetes de a diez pesos.
Dejé que Mónico se quedara con el coche, porque el pobre hombre lo necesitaba, ya había sufrido bastante en la vida. Agarró la calle muy contento, salió en el coche a buscar marchantería; pero ya estaba muy anciano, casi no podía con su alma. Con más de setenta años y sordo como un cañón, no sintió que la bomba venía por Belascoaín pidiendo vía. Esa fue su desgracia. Por ley tenía que dar paso a los bomberos, pero no oyó la campana y le pusieron el coche de sombrero.
Sácale Punta jugaba en la misma novena que El Chino. Siempre andaba como una uva. Le advertí más de veinte veces que tanto alcohol le iba a cocinar el hígado. Ya lo suyo era demasiado, empataba una borrachera con otra. Le pedía dinero adelantado a mi padre para gastárselo en la cantina, o para alquilar uno de los coches y salir de rumba. Su nombre era Francisco Caldera. No me acuerdo de dónde le inventaron el nombrete de Sácale Punta. Mi padre nada más le decía Sácale.
El muy cabrón, cantina aparte, era muy buen cochero. Nunca le importó hora o distancia y jamás dejó plantado un viaje. Trabajaba muchísimo, pero la tomadera lo perdía. Mi padre lo sobrellevaba, le daba consejos, pero él siempre iba a parar a la cantina y ahí venía la bronca.
Por mayo del 17, mi padre le dio a Sácale una carga de mangos para que se la llevara a la familia de Dionisio, buenos amigos nuestros que vivían en Tulipán
19.
Sácale cogió los mangos, oyó el recado y arrancó bien; pero como era su costumbre, a mitad de camino se metió en una cantina. Allí se puso sabroso.
Después siguió su camino, aunque ya no respondía por él. Estando en el establo de Felipe Castillo, vinieron unos jodedores y le cambiaron los mangos por pedruzcos. Ni cuenta se dio. Cuando llegó a Tulipán y fue a bajar el saco de mangos se quedó pasmado. No sabía qué decirle a la mujer de Dionisio.
Un día ya no pudo más. La bebida lo mató tal como yo se lo había pronosticado. Y a esa hora lloraba arrepentido, le pedía a Dios otro chance, le juraba que no volvía a probar otra copa; pero ya era tarde hasta para los milagros, estaba cocinado por dentro.
El día que le robaron los mangos me di cuenta de que ya estaba listo, porque había perdido la malicia del cochero. Le dije: “mira como la bebida te empujó a hacer el papel de bobo; eso es malo para ti y también para el establo, porque la gente va a decir: ese zanaco es cochero del Montañés.”
Los cocheros tenían que estar muy atentos. Uno nuestro salió a llevar a una familia al Carabanchel, que era uno de los mejores restoranes de La Habana.
Estaba en Consulado y San José. Y el vivo de Agustín Valcárcel tenía sus coches en la calle Oquendo.
Siempre que se pedía ir al Carabanchel era una buena carrera, porque si la familia decidía quedarse a comer mientras el coche esperaba, todo ese tiempo iba corriendo y contando; y si además eran personas acomodadas, la propina era de ley. Bueno, y el cochero nuestro llevó a esa gente. Al rato de estar esperando vino un muchacho y le dijo:
-Toma, cobra, dice la familia que te vayas
Y le pagó hasta ahí.
Como eso pasaba a veces, nuestro cochero no malició la trampa y se fue desconsolado, porque se le había malogrado una buena carrera. La realidad era que la familia no había mandado a retirar el servicio; y ese muchacho era mandado por Valcárcel para tumbar el viaje de regreso, la espera y la propina.
Valcárcel era una fiera, no dejaba ir a un cliente rico que llegara al Carabanchel en coche de otro establo. No era bobo, ese paseo al Carabanchel llegó a estar a centén y un peso la hora. Era negocio redondo.
Pepe Nobelle también tenía buenas manos para las riendas. Se llamaba José Nobelle Varela y era uno de los mejores cocheros de La Habana. Mi padre lo tenía en La Ermita y no lo quería soltar. Como llevaba vida sana, murió a los 92 años.
Víctor Timbereo fue un cochero de muy mala suerte. Murió por el año 8, con las piernas cortadas. Su hijo Manuel se quedó solo en el mundo, y mi madre se lo llevó a casa y lo crió junto a nosotros como a un hermano nuestro. Y allí estuvo hasta que un día quiso salir a buscar fortuna y fue a parar a Panamá. Yo guardo de recuerdo suyo su kepis de la Legión.
También hubo malos cocheros como ese Guerrilla, que después de chocar conmigo se fue para el establo La Empresa Cubana, pero allí tampoco levantó cabeza.
Mucho tiempo después volví a encontrármelo. Estaba hecho tierra, trabajando para el Ayuntamiento. Pasó por la plaza y me pidió ayuda, que le regalara un real, limosneando. A eso va a parar el hombre que no respeta el trabajo. Como nunca fui rencoroso, en vez de un real le di dos, uno de ellos a nombre de Minuto.
A esos cocheros de mala clase mi padre los marcaba para no olvidarlos.
Cuando le hacían una charranada, él escribía sus nombres y sus defectos en los libros del establo.
Por ahí debe estar anotado Nicolás Bolívar, un cochero que llevaba trece días trabajando con nosotros cuando desgració al caballo Potro. Ahí mismo le liquidamos la cuenta, porque aquello fue obra de su descuido, y podía repetirse.
Cuando El Currito reventó un caballo, mi padre se puso mal. Era buen andador, se lo habíamos comprado a La Mayorquina en el año 1905. Al otro día estaba botado el currito y con una deuda de cinco pesos-plata anotada en los libros por si algún día se le ocurría reclamar.
Mi padre era bueno hasta donde podía, pero si le rompían un arreo, había que pagarlo. El que dejaba plantado un viaje no cogía más la rienda, y la queja de un marchante era palabra sagrada.
En el verano del año 12, entro a guardar uno de nuestros coches, y viéndolo mi padre muy deslucido, se lo entregó al pintor Guillermo Ruíz para que lo retocara. Al otro día vino al establo la marchanta que lo había alquilado, María Glarraga, y reclamó el olvido de un abanico fino. Mi padre fue enseguida a donde Guillermo pintaba el coche:
-Guillermo, dame el abanico que había en el asiento.
-¿Abanico, Montañés? Yo no vi nada en el asiento.
-Pues si no lo viste es que estás ciego, y pintores ciegos no deben ser muy buenos, así que te liquido y te vas ahora mismo. Ciega tenía la vergüenza.
Los cocheros también eran un poco locos, aventureros; pero el caso increíble fue el de Miguel Nario, que con el tiempo llegó a ser capitán de la Policía Nacional.
Nario era el perfecto buscavida. Había sido de todo, hasta conductor de tranvías. Mi padre le perdonó más de una, pero él no escarmentaba. Llegó al colmo cuando se metió a parlante.
Si era difícil mantener un buen trabajo como ese de los coches ¿cómo iba a poder con dos? Pero Miguel trasnochaba, se aparecía como a las cuatro de la madrugada medio dormido, y, a la hora de repartir las tarjetas para los viajes, todavía estaba por despabilar, hecho un estropajo, con los ojos que se le iban.
-¿Estás enfermo, Miguel?-le preguntaba mi padre.
-No, Montañés, yo salgo.
Y salía, pero dando tumbos. Parecía que estaba borracho, pero mi padre comprobó que ese no era el problema. Le echó el ojo encima y no le costó trabajo descubrir la doble vida que llevaba su cochero: por la noche parlante, al otro día las riendas.
Le dio consejos para que entrara en razones. Mira que estás arriesgando tu puesto de cochero y tu salud, le decía. Pero Miguel no recapacitaba. Hasta que una mañana cogió a mi padre con la montaña en la cabeza y le puso la precisa:
-Oye, Miguel, que así no podemos seguir por más tiempo. Dejas hoy mismo ese parlante de puñeta, o no subes más a un coche mío.
Y puesto a escoger, el hombre se fue por lo más fácil y divertido. Mi padre cumplió su promesa y lo despidió. Con mucha razón, porque, ¿usted sabe lo que es aparecerse al establo todas las madrugadas casi a la hora en que los cocheros empezaban a levantarse?
No sé cómo podía. Casi dormido salía a la calle a las siete, se pasaba el santo día dando rueda por toda La Habana y caída la noche se iba para su puesto de parlante, y así empataba las noches y los días sin descansar. Cochero a la luz del sol y de noche, escondido detrás de la pantalla de un cine mudo poniéndole voz a los personajes. Lo mismo hablaba por boca de hombre que de mujer, de niño que de viejo, de gato o de perro, y así estuvo como hasta la década del 30 que vino el sonido.
Miguel Nario se quedó sin coche y sin cine; pero yo que lo conocía bien considero que escogió como debía, porque hablando era mejor que con el arreo.
Pasó el tiempo y me olvidé de él. Cuando Ramón Grau era presidente, un día, al apearme de la máquina, vino alguien por detrás, me tapó los ojos y me preguntó.
- ¿A que no adivinas quién soy?
Cómo iba a adivinar. Era el capitán Miguel Nario, destacado en la Guardia de Palacio. Ya casi no había coches, los cines hablaban, y este puñetero se las arreglaba de lo mejor. Lo que no haga el tiempo no lo hace ni Dios. Miguel me contó lo bien que estaba, y me ofreció ayuda, que con Grau de presidente... pero le dije que gracias. Nunca me gustó comer del plato ajeno, ni aunque fuera el del Presidente de la República.

Los que siempre tienen la razón

Por los libros del Montañés uno se puede enterar de los rumbos que cogían sus carruajes, a quiénes llevaban y a dónde, qué iban a hacer y si presentaban algún percance relacionado con el servicio.
Para los bautizos se pedían casi siempre tres o cuatro coches, porque iban la madrina, el padrino, los padres, el niño y los invitados. Había que esperarlos a la puerta de la iglesia, y cuando terminaba la ceremonia, llevarlos de nuevo a las casas.
A veces una pobre criatura se enfermaba. El cura pedía coche para ir a su cama, y allí lo bautizaba en articulo mortis, porque si no, tenía problemas para entrar al cielo.
En las bodas, todo iba de blanco, los mejores caballos, con cejaderos de cadenas para que fueran sonando en la marcha, y después de inventados los acumuladores, también iban iluminados.
Los clientes pedían mucho ir a despedidas en los muelles, cuando embarcaba algún familiar o amigo; también paseos por la ciudad, visitas de cortesía, misas, funciones de teatro, hospitales y presentaciones al juez.
Lo que más coche pedía era el servicio funerario. Todos los días, cada cochero tenía por lo menos un entierro. En la Quinta de Jesús del Monte hicimos una contrata fija. Cada vez que tenían un muerto nos pasaban el aviso. Y eso era para tres o más coches, porque el amigo que no podía ir, mandaba a quien lo representara.
Cuántas veces mi hermano y yo tuvimos que ir a velar a un amigo de mi padre que estaba de cuerpo presente.
Cuando el muerto era persona importante o alguien muy conocido, el entierro llegaba a tener diez o doce coches. Hasta en la hora de la muerte a la gente le gustaba presumir. Era costumbre llenarse la boca con mucha vanidad para decir que a tal entierro habían ido tantos coches. Los entierros importantes llenaban de carruajes el cementerio y no todos podían entrar. Era un dolor de cabeza para el cochero y el caballo, sobre todo si era verano.
Los caballos llegaban sofocados. Algunos venían de muy lejos. De la Quinta Canaria a Colón era llegar echando candela, y si el cochero no le procuraba una buena sombra, lo más probable era que perdiera el viaje de regreso.
En medio del cementerio había una plazoleta con dos matas muy grandes y liondas que daban tremenda sombra. Una divinidad para el caballo, pero eso se copaba enseguida con los primeros coches.
Yo me mandaba hasta la Calle 8, donde había un álamo, y allí esperaba el tiempo que fuera, pero bien fresco y descansado.
Entierros famosos hubo varios. Por ejemplo el de Emilio Rodríguez, que había sido alcalde interino de La Habana. Dicen que se aprovechó del puesto, que metió la mano y después “espantó el mulo”. Fue a parar al norte. Con las ganas que tenía de verse otra vez en La Habana, había pedido que lo trajeran a enterrar a Colón si allá le llegaba la última hora. Y fue así, de cuerpo presente, que pudo regresar sin problemas, dentro de una caja de cobre que tendieron en el Ayuntamiento.
Otro entierro grande fue el de Digón, uno de los dueños de la firma Digón y Hermanos, banqueros y vendedores de seguros, que tenías las oficinas en Oficios 42.
Digón se mató en Cabañas, por la fiebre de los fotingos. Dicen que pusieron un letrero en la ceiba que le partió el alma. Se buscó esa muerte por gusto.
Andar corriendo fotingos con tanta plata que tenía, que, además de la oficina de la Habana Vieja y los bancos, era uno de los dueños de la fábrica de fósforos Comercial que estaba en Cañongo número 4.
Su entierro fue tan grande, que cuando yo iba por Reina y Belascoaín, ya venían otros de vuelta; y se pararon a decirle a mi cliente:
-Ni se moleste, que Digón ya tiene la tierra encima.
Y entierro sonado de verdad fue el de José Miguel Gómez en el año 21, cuando trajeron sus restos de los Estados Unidos. Ese fue otro que únicamente muerto regresaba tranquilo. Pero ni así lo dejaron descansar en paz, porque hasta la misma tumba lo persiguieron las desavenencias.
De él se dijeron barbaridades, pero el cuento que a mí se me quedó fue el de cuando vinieron los americanos a mandar. Vino uno de los grandes a verlo, y cuando se lo dijeron respondió:
-Que pida audiencia y coja turno como los demás.
Los entierros eran por Zapata, estaban prohibidos por 23; pero con José Miguel Gómez hicieron la excepción.
Se había muerto en Nueva York. A la semana lo enterraron, un domingo por la tarde.
Ese día yo llevaba de pasajero a un abogado que fui a buscar al Hotel Pasaje.
Era del campo, no conocía La Habana y nada más había venido para lo del entierro.
Cuando llegué a la esquina de Prado y Ánimas, me dijo un cabo de la policía que estaba cuidando el orden:
-A donde más cerca te puedes arrimar, si te apuras, es a la calle Galiano.
Traté de convencer al cabo de que me dejara adelantar un poco más, pero fue como si le hubiera hablado a una piedra. Le dije al cliente que la cosa estaba mala, y se conformó:
-No te preocupes, yo camino, y cuando me canse, te espero en cualquier esquina.
Cuando pude llegar a Reina y Galiano, allí estaba el hombre paradito esperándome. Volví a montarlo y seguimos con el entierro. El primer tiroteo fue en San Rafael y Galiano. El cadáver subió solo por Prado y cogió San Rafael contrario hasta Galiano y de ahí a la Calzada de Reina.
La carroza iba halada por cuatro parejas de caballos. El jardín El Fénix había echado flores en la calle, desde Hospital a Soledad y no dejaban que nadie pisara aquello antes del cortejo.
La refriega grande reventó ya llegando al cementerio. Tremenda bronca entre policías, soldados y políticos de todos los partidos. Cuando rastrillaron los fusiles, yo dije: “Macho, esta carrera más nunca la vas a olvidar”.
La gente empezó a treparse en el techo de la cafetería que está frente al cementerio y, cuando el dueño vio aquello, quería morirse. Salió a rogar que se bajaran, pero a esa hora nadie estaba para oírle, todo el mundo lo que buscaba era su salvación.
-¡Por su madre!-gritaba Teolindo Vázquez-¡ Me van a joder las tejas!
Pero mientras más tiros sonaban más gente subía al tejado. Teolindo creyó que se le iba a caer abajo el café. Y yo que venía ya por el terraplén del cementerio, vine a coger resuello en 8 y 27.
Todo aquel pleito vino de la política, del pique entre Zayas y Menocal; y de la policía, que no tragaba al ejército, ni el ejército a la policía. La bronca se debía a que el ejército respondía al país entero, mientras que los policías pertenecían a los municipios y algunos casi no tenían ni qué ponerse. El soldado estaba bien comido y bien vestido, y su caballo tenía mejor dieta que muchos policías.
Parece que por esas diferencias nació la manía de que la policía le diera mordidas a los comerciantes, de que se creyeran en el derecho de sacarle la tajada a cualquiera, y eso duró hasta el último gobierno de Batista.
Cuando se pudo parar aquella bronca del cementerio, todo el terraplén estaba lleno de sombreros, paraguas, zapatos. Mi marchante no quería ni asomar la cabeza, y de allá dentro me dijo:
-Arrea pa’l hotel.
¡Qué mal recuerdo debe haberse llevado de La Habana!
La marchantería del establo era enorme, ahí está en los libros de mi padre, de dónde y para qué pedían el coche. Podríamos pasarnos años hablando de cada uno, lo que fueron, las ocurrencias que tenían. Algunos eran muy conocidos nada más en su barrio o en su calle, pero otros hoy están en los libros o le han hecho una estatua o le han puesto su nombre a una avenida o a una escuela.
A Emilia Losada le llamaban La Castellana. Su marido, Máximo Villar, vino a Cuba por el año 11, contratado para trabajar en el alcantarillado de La Habana, y murió ciego. Emilia vivió hasta los 96.
El señor Patillas era un zapatero que pedía coches para Carlos III e Infanta.
Yo no sabía que era su nombrete, y un día le dije con todo respeto:
-Don Patillas, el coche que pidió.
La casa de Venancio estaba en Manrique 8 casi esquina a San Lázaro. Luego le regaló ese edificio a una monja para que lo convirtiera en colegio. A su hijo Narciso le decían Chicho, era abogado y con lo que dejó el viejo compró acciones de la cervecería La Polar, que estaba en Puentes Grandes.
Los paseos a La Polar eran lindísimos. Todavía por el año 30 llevaban marchantes al Patio Andaluz, a tirarse fotos en los jardines o al stadium.
Con el tiempo y las ganancias, Chicho Sierra hizo sociedad y se mudó para el local de Industrias con el nombre de Sierra y Martínez.
Otro que no se me olvida es Ramón Fonst el espadachín famoso. Las medallas no le cabían en la casaca y retaba a duelo a cualquiera sin pensarlo dos veces. El que tenía que pensarlo era el otro.
A Guillermo Lawton lo atendía mi padre en persona. Era gente rica, un caballero muy tratable, hacía muchos viajes. Su lado malo era el vicio del juego.
En una sola noche Laton dejó todo lo que tenía sobre una mesa del Summer Casino que estaba en el Country Club. Perdió todo su dinero, dicen que hasta hipotecó su residencia de Domínguez y Santa Catalina, al lado de un colegio de monjas.
La noche que se arruinó llegó a su casa, se bajó frente a la puerta principal, y cuando el chofer dio la vuelta para entrar por la calle de San Pablo, sintió el tiro. Corrió a ver qué había sido y encontró a Lawton muerto.
El nombre de Gregorio Lavín está en todos los libros de La Huerta. Yo lo llevé muchas veces al cementerio, no porque le gustara el paseo, sino porque ese viejo pertenecía a la asociación de comerciantes y su misión era cumplir en todos los entierros en nombre de los asociados. Por eso se pasaba la vida dando carreras de un funeral para el otro.
Su casa estaba en Inquisidor y Sol. Yo le serví muchas veces con el caballo Caramelo, el más manso y tranquilo de La Hermita, de ahí salió su nombre.
Otro que llamaba para coches era el zapatero José Bulnes, hombre alto y grande como un caballo. Vivía en Calzada del Cerro y Zaragoza, y el taller lo tenía en la calle Peñón.
Bulnes era bueno en su oficio, sus zapatos llegaron a ser famosos, pero no progresó por eso, sino porque consiguió un contrato con el ejército. ¿Usted sabe lo que es asegurar zapatos para tanta gente? Por muy barato que los vendiera se hacía rico.
Se buscó a buenos zapateros, le metió mano, se puso las botas con este negocio.
Don Leoncio Salas era un don Juan Tenorio muy engreído, maestro de obra, buen albañil, pero un poco zoquete. Yo ni lo trataba pese a que vivía en mi casa.
Esa gente que mira por debajo del ala del sombrero mientras se acaricia la punta del bigote, ya se sabe lo que va a dar. Pero en honor a la verdad, era más apariencia que otra cosa. Con los años se le apaciguó la arrogancia, tuvo dos hijos muy buenas personas, que de mayores trabajaron en periódicos, fueron tipógrafos de los talleres de El Mundo, La Marina, El País. Uno de ellos, Genaro Salas es mi ahijado, y si está vivo debe andar por los ochenta.
Don Félix Raimundo era el bodeguero de Ayestarán 20. Ahí comprábamos nosotros, porque esa bodega estaba siempre bien surtida, casi como un almacén.
Íbamos con un coche nada más para eso y lo cargábamos de morcillas, un bocoy de buen vino español, un saco de arroz Cinco Estrellas, manteca, tocino, bacalao noruego, alcohol, harina, sal, tasajo, huesos de jamón, azúcar. Era el consumo para todo el mes.
Y en Tulipán 12 estaba la casa de los Zayas, marchantes de mucho tiempo, uno de ellos más borracho que el carajo. Cada vez que me tocaba servirlo se acababa en fandango.
Ese Zayas era un atravesado. Le encantaba ir contra la corriente. Si por ahí andaba alguien diciendo sí, él salía con no. Se vestía de crudo y con sombrero de pajilla cuando todo el mundo andaba con bomba; y no era un problema de moda, sino ganas de joder y llevar la contraria.
Pedía coche para cumplir con un entierro, pero a la puerta de Colón no llegaba. Nada más hacía salir de Tulipán y me avisaba:
-¡Para en la esquina, cochero!
Se bajaba muy serio, se metía un cañangazo. Volvía a montar.
-Dale
Cuando llegaba a la otra esquina volvía a hacer la misma gracia y así se metía todo el viaje. La bebida iba quitándole las ganas de cumplir. Hasta que casi llegando a la casa del mortuorio, medio borracho ya, me decía:
-Oye, cochero, ya este pobre se jodió, y por mucho que lo lloremos no va a resucitar. Así que mejor dale para donde haya una buena cantina, que yo invito.
A Cosme de la Torriente, secretario del Exterior, lo servía personalmente mi padre. Al principio lo recogía en los altos de Calzada del Cerro 422, y después se mudó para Malecón y Campanario.
De los clientes siempre se aprendía algo nuevo, uno los iba conociendo a partir del tercer o cuarto viaje. Una mañana fui a leer mi tarjeta de cochero y me tocó ir a buscar un personaje que mejor ni digo el nombre. Por la tarjeta era “teatro y esperarlo”. Salió a la calle muy elegante y perfumado, pero sin su mujer. Pensé que a lo mejor ella había visto la obra, o no le gustaba el teatro.
El se montó muy contento, silbando.
-Dale
-¿A cuál teatro lo llevo, don...?
-¿Quién dijo teatro, cochero? Esta carrera es de rumba, de buena propina y de punto en boca.
El teatro era una china de la comparsa de Pubillones.
Y como el cliente siempre tiene la razón...

Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.