© Luís Adrián Betancourt.

El establo de la Ermita

Cuando mi padre mudó sus coches para la Ermita de los Catalanes en el año 1911, todo lo que es hoy la Plaza de la Revolución José Martí, no pasaba de ser un reguero de fincas, potreros, lecherías, corrales, barrancos y árboles.
La finca donde fuimos a vivir se llamaba La Huerta. Era inmensa, abarcaba todo el terreno entre la calzada de Ayestarán y la avenida de Rancho Boyeros, desde el Comité Central hasta la Biblioteca Nacional.
La casa estaba en medio de una arboleda grandísima, en el mismo lugar que hoy ocupa el edificio del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Un día al, al pasar por ahí, se me ocurrió decirle al soldado de la posta:
-Aquí viví yo.
Y el guardia me miró como diciendo: “lo único que me faltaba, un viejo loco”
Pero qué se iba a imaginar. Mi casa era de mampostería, de altos y bajos, grande y cuadrada. Solamente la sala medía ocho por ocho metros, el doble de cualquier habitación de casa particular. Y estaba llena de pasillos y cuartos y tenía una terraza muy linda con una vista de bosque verde, un paisaje que hoy no te encuentras dentro de la ciudad ni siquiera en las casas más ricas.
El comedor era fresco y grande y el patio ni se diga. El techo todo de tejas, sin una gotera. La única vez que esa casa se mojó por dentro fue cuando azotó el ciclón del 26.
La cocina trabajaba con carbón y tenía una chimenea bien alta para que no humeara dentro de la casa. No se me olvida ni un rincón de esa finca que tanto me gustaba.
El comedor era inmenso, debido a que los cocheros almorzaban con nosotros.
Mi madre les cocinaba. Mi padre, contento, porque de esa manera todos eran puntuales. Y los cocheros agradecidos, porque la Ermita era entonces un lugar aislado y la fonda más cercana estaba en infanta y Carlos III.
Nuestros cocheros dormían en la finca, porque tenían que levantarse muy temprano y hasta allí no era fácil llegar. Era preocupación de mi padre que los empleados estuviesen cómodos; mi madre les servía sábanas limpias como en cualquier hotel.
Un día un dueño de establo amigo de mi padre le aconsejó:
-Oye, Montañés, dándole cama a tus cocheros y quinina a tus caballos vas a ir a la ruina.
Pero no fue eso lo que acabó con su negocio.
Los coches de mi padre eran de establo, no de alquiler ni piquera. Ellos nada más hacían viajes por encargo, y de regreso a casa ni por centenes podían los cocheros recoger a desconocidos.
El servicio se pedía por teléfono, ya funcionaba la planta de Águila y Dragones.
Los clientes llamaban al A-4140, o al A-1736, decían sus nombres, a dónde necesitaban ir y a qué.
Su nombre, porque había que recogerlo a la hora y lugar en que él señalara.
Destino porque se necesitaba saber qué tipo de coche, cuál caballo y cuál cochero se prestaba para el viaje. Y a qué iba, porque cada servicio tenía sus diferencias. No se vestía igual el cochero para una fiesta que para una diligencia, no iba el mismo cochero a una boda que a un entierro. Mi madre trabajaba en el despacho de los coches. Recibía los encargos y los pasaba a una pizarra grande con un creyón que le colgaba al costado, amarrado a un hilo grueso para que no se extraviara.
Con el creyón iba anotando los pedidos. Por ejemplo: “coche para la señora Catana a las dos de la tarde, a una diligencia en el Vedado”, y coche para Don
Cosme de la Torriente, a las tres de la tarde, a una reunión en Columbia. “Esas dos eran carreras para mi padre y con buen coche. La señora Catana, por amistad; y Don Cosme por su importancia, lo mismo que el general Ducassi, mister Ortíz, el de los ferrocarriles, José Gómez Penabad y otros clientes de primera.
Por cada encargo se le hacía una tarjeta al cochero para que conociera bien cuál iba a ser su itinerario y qué ropa debía ponerse. Ellos se levantaban tempranito, mi madre les servía el desayuno y se reunían con mi padre. Si era un día bueno les decía:
-Salen todos. Que no me den una queja.
Y repartía las tarjetas.
Casi siempre era un día bueno, porque teníamos mucha clientela. Por eso mi padre siempre estaba pensando en conseguir nuevos coches y nuevos caballos.
A veces eran tantos los pedidos, que no dábamos abasto, pero por nada de la vida mi padre le decía que no a un cliente. Lo que hacía era que le alquilaba coches a otros establos; aunque eso no siempre salía bien, porque la competencia no era cosa de amigos ni de caballeros.
Por el año 11, mi padre se disgustó con un dueño de establo, Balboa, porque mi madre le pidió un coche para salvar un compromiso y él le respondió que no tenía. Pero, a esa misma hora mi padre estaba visitando a un amigo. Este llamó a Balboa y enseguida le sirvió. Desde ese día no existió para mi padre el establo de Balboa, y cogió la obsesión de juntar dinero para mandar a armar nuevos carruajes y conseguir mejores caballos.
Volviendo a lo del despacho. Los cocheros que tenían tarjeta para entierros se vestían con pantalón de punto, librea, un platón en el pecho y botas; los de bautizo, algo parecido. Los de boda, con traje blanco; para Vis a Vis halado por caballos moros, también blancos y vistosos.
En las bodas, si el cochero era bueno, el caballo marchaba pomposo que daba gusto.
Y en algunos casos, cuando el cliente lo pedía, el servicio de boda iba con paje, para abrir la puerta del coche cuando la novia montara y después cuando se bajara en la iglesia. Se vestía igual que el cochero, de blanco, y su bombín era de color café con leche y no negro como se usaba en los otros casos.
Eran lujos que se iban perdiendo. Mi padre hizo mucho por mantenerlos, pero cada vez le costaba más caro.
Antes de la guerra, según razones, los entierros eran todavía más encopetados.
De niño llegué a ver en los establos, ya pasados de moda, los uniformes de cocheros fúnebres, parecidos a los de los soldados antiguos, de esos que salen en las películas de castillos y caballeros.
Aquellos no eran carros de muertos, sino carrozas fúnebres, muy trabajadas, obras de artistas, con angelitos llorones en el techo. Llevaban dos parejas de caballos fuertes y la puerta de atrás era de un cristal grueso especial.
En los entierros de niños y de mujeres señoritas usaban las carrozas blancas, por ser ese el color de la pureza. El dorado se usaba para llevar a los mayores.
Con el tiempo un día se dieron cuenta de que la muerte no tiene color y le metieron negro a todo el mundo. O gris, para variar un poco.
El ropaje del cochero también tenía que ver con el muerto. Si el entierro era de un niño, el cochero iba de colorado con medias largas y blancas y zapatos de corte bajo con un hebillón delante. Si el muerto era un adulto, el traje del cochero era verde. En todos los casos se llevaba el sombrero de tres picos.
Los clientes también necesitaban mucho el servicio de casaca. Eso era que el cochero salía de paisano, sin librea, por un viaje corriente, una diligencia que no necesitaba lucimiento.
Nadie es capaz de imaginarse hoy las cuentas que tenía que sacar mi padre para llevar correctamente todo aquello, vestir a los cocheros, cuidar de los caballos, darle mantenimiento a los coches y mandar los mejores servicios.
Y no es que se perdiera dinero, porque negocio era negocio, pero tampoco se ganaba mucho. Ya por el año 16 fue que los ingresos pasaron de veinte pesos diarios; pero sacando las cuentas finales, en comparación, había más gastos que ganancias, porque si entraban 600 pesos, 500 eran para pagar los gastos del fregador, el caballericero, las curaciones de los animales, la herrería, los talleres de reparaciones, las piezas de repuesto, la alfalfa, la luz, el teléfono, las pacas de heno, las chapas para poder circular, los alambres para tender las cercas, las ropas del personal, que si un caballo le daba por morirse, las multas, los accidentes, el sueldo de los cocheros y mil compromisos más. Decía mi padre que todo se volvía trabajar y pagar.
Aunque los coches eran de lujo, los precios no estaban tan altos. Teníamos una tarifa. Para las visitas o diligencias que duraran tres horas y media, 3 pesos. A una función de teatro, 4 pesos, porque había que esperar a que terminara la obra para traer a casa el cliente, y en eso le cogía la una de la madrugada. Los entierros, bautizos y casamientos se hacían por tres pesos. Un paseo de dos horas valía 4; de tres horas, 5; y de tres horas y media 5 pesos y cincuenta centavos.
Teníamos otras entradas de dinero, pero no muy importantes ni seguras, porque la finca producía huevos, carneros, leche de chiva, carbón y en la época de los mangos las matas parían hasta para hacer dulces.
Todo esto lo sé porque me acompaña la memoria, pero además ahí tengo los libros de mi padre, todos los papeles que llevaba, sus cuentas, los pagos que hacía, las compras con sus precios, cada viaje de coche con la ruta, el cliente y demás datos, y un diario a donde iba a parar casi todo lo que le pasaba por la mente. Mi padre nació para escritor, aunque cogió otro camino. Nada más hay que leer lo que escribía. El habría hecho este libro mejor que nosotros.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.