© Luís Adrián Betancourt.

Azar

La vida misma es una casualidad, pero yo a eso no le hago mucho caso. Cerca de La Ermita, hacían su campamento los gitanos; tenían muchos enemigos, y cada vez que se perdía una culpa iba a parar a ellos. Gallina que se perdía, gallina que se habían robado los gitanos.
Yo iba a verlos porque también tenían su lado de admirar. Eran alegres y buenos jinetes. Cantaban, bailaban, y una de las mujeres más viejas, adivinaba la suerte.
Dicen que la suerte es loca, pero más loco es aquel que se preocupa por adivinarla. Mi suerte era de cochero y estaba en las riendas, no en ninguna otra parte.
Claro, que a veces es como si Dios se pusiera a jugar a los dados con uno y dijera: “vamos a ver qué le damos hoy a este”. Una nochebuena me saqué la rifa de un reloj de oro. Fue sin darme cuenta, ya hasta se me había olvidado que tenía la papeleta de una rifa en el bolsillo.
La nochebuena era un buen momento para trabajar los coches, yo andaba para arriba y para abajo llevando a la gente a comprar regalos, arbolitos, comida. Todo el mundo tenía dinero para gastar. Algunos estaban derrochando lo que habían ahorrado todo el año trabajando duro, para tener unas felices pascuas. El próspero año nuevo era el que nunca venía por más que uno se lo propusiera. Y en eso llegó el hombre a venderme el gallo tapado.
Le dije que no me gustaba apostar, que si quería un reloj ahorraba y lo compraba. Y él a hablarme de sus necesidades, hasta que por salir de él cogí el número 23 y seguí mi camino. Se me olvidó aquel hombre y su rifa, y venía con un cliente que llevaba unas gallinas y un guanajo para su fiesta, cuando se me apareció para darme la noticia de que el premio era mío.
La lotería la organizaron por el año 9, y por cuenta de ella se dio el escándalo de los cuatro gatos.
Eso empezó porque a la mujer del presidente Zayas le gustaba tanto el dinero, que le decían María Centén. Ella pedía y Zayas daba.
En el año 22, para congraciarse con su mujer, Zayas le dio el billete 4444, que en la charada es cuatro veces gato, y, por una casualidad que nadie se creyó, ese número salió en premio gordo. La María Centén ganó cien mil pesos con esa gracia de su marido.
A las patas de los gallos finos hubo gente que se jugó hasta los calzoncillos.
Cerca del puente de Agua Dulce había una valla muy grande, que se llenaba de gente; y en Jesús Del Monte, otra que estaba abierta desde el tiempo de España.
Por el año 28 los gallos se jugaban nada más que los domingos y los días de fiesta. Con menos de 18 años de edad no se podía poner un pie en la puerta de una valla. Pero a campo abierto, en toda la Isla, hasta los niños echaban a pelear a sus gallos. Todos los días se desguasaban quien sabe cuántos animalitos en peleas de apuestas. Es que la gente confiaba más en el azar de las lidias que en el jornal del trabajo.
En Alejandro Ramírez y San Ramón, donde hay una callecita de una sola cuadra que se conoce por Callejón de la Plata, hubo una valla grande donde el dinero corría como el agua.
Hasta en los pueblecitos más chiquitos había una valla. Cuando Machado, sacaron una ley prohibiéndolas en los lugares donde hubiera menos de 300 vecinos, pero esa cantidad la había en cualquier caserío, mucho más si le abrían una valla.
Había galleros viejos muy conocedores de su oficio, gente que se dedicaban en cuerpo y alma a los gallos finos. Eran los que mantenían viva la tradición de las lidias y las vallas. Preparaban a los animales, los entrenaban, los alimentaban, los tusaban, les afilaban las espuelas y los preparaban para la pelea; luego la gente se jugaba las bolsas de centenes. Se emocionaban; en ocasiones la pelea la empezaban los gallos y la terminaban ellos.
Por los años 18, los gardensplays; otro en el Apolo de Santos Suárez; otro en Prado, en donde ahora está el Capitolio; y en todos era el mismo juego.
En el cine Valentino, en la esquina de Tejas, tenía una buena pelotera, la mejor de todas, era de verse aquella niña, por su figurita, y por lo bien que le daba a la pelota. Bailaba en esa pista. Daba con la raqueta de lado, de frente, como quiera, y la otra se quedaba sin poder devolver la pelota. Esa niña no pesaba ni 80 libras, tenía mucha vista, mucha agilidad. Le decían La Carmelita.
Empezaba jugando bien, embullando a la gente, y en el momento en que tenía ya de su lado casi todas las apuestas, le encendían una luz, y esa era la señal convenida para que La Carmelita empezara a equivocarse y hacer chambonadas.
De ahí en adelante era otra, no la veía, no le daba ni a un melón, y si le daba, iba a parar a la malla. La gente le gritaba horrores; ella se ponía bravísima, pero seguía dándole mal a la pelota, porque del otro lado, con una señal de luz, la estaban obligando a perder.
A veces ganaba una que no era pelotera, que la habían metido de forro, caía mal, y la gente se indignaba, le gritaba a la chiquita:
-¡Cuarto de pollo, cabrona, me vendiste!
No tenía la culpa la pobrecita, a eso la obligaba la necesidad.
Igualito pasaba con la carrera de caballos. El Oriental Park lo abrieron por el año 15, lo manicheaba un americano que andaba siempre vestido de negro, con una vara de mayoral debajo del brazo. Lo mismo amenazaba a los caballos que a los empleados.
Un jockey del Oriental Park era amigo del establo y nos contaba. Llevaba tiempo corriendo caballos en Marianao, y casi no tocaba la montura ese muchacho.
Un fin de semana estaba por salir a la pista, cuando vio a un cochero nuestro que era amigo suyo y vino a saludarlo. El cochero le dijo que había ido a apostar por él.
-¡Ni se te ocurra! –le respondió-¡Pierdes tu dinero si lo haces!
Y le señaló a quién tenía que apostarle, a otro jockey de menos estampa. Era el mismo caso que el de La Carmelita. Todo el mundo emocionado dando gritos, y en la última vuelta, al mejor caballo se le aflojaban las patas.
Yo llegué a ver carreras limpias y emocionantes, que se ganaban a pelo y espuela, y las apuestas se hacían cara a cara, mirándose a los ojos, que es donde se descubre a los tramposos. En estas apuestas entraban también los jinetes, ganaban o perdían contigo.
Cerca de La Ermita se corría desde El 20, hasta la esquina de Tulipán y Ayestarán. El 20 era la bodega de Félix Raimundo, vecino nuestro que está en todos los libros de mi padre, mencionado como amigo de los buenos.
De El 20 salían los dos jinetes como relámpagos. Atrás dejaban el polvo y la gritería de los apostadores. La carrera se hacía nada más que de ida, pero por un camino difícil, un lomerío, a expensas de que se partiera la pata el caballo o el cristiano que lo montaba. Se gritaban las apuestas, muchos centenes pasaban de mano en mano según llegaran a la meta los caballos. Y al final a celebrarlo con fiestas y destapando botellas y deseando que llegara pronto la fecha de la próxima carrera.
Pepillo González le ganó a muchos jinetes montando un caballo del potrero de Genaro Pérez. No era un animal muy grande ni de mucha vista, pero sí muy buen corredor. Pepillo no lo enganchaba a ningún coche ni lo usaba para nada que no fuera esas carreras de La Ermita.
El día de las carreras era muy bonito. Empezaba con fiesta y terminaba con ella. Temprano, por todos los caminos, llegaban los jinetes. Muchos venían desde muy lejos, de Guanabacoa, Bejucal, Batabanó, Guanajay, hasta de Pinar del Río llegaban jinetes. Allí se juntaban como trescientos y se ponían a cazar las carreras y a apostar. Lo primero que salía a relucir eran los centenes, y enseguida, las botellas de aguardiente. Ni en el Jockey Club del Oriental Park se veía tanta fiesta.
Antonio el pirotécnico también montaba un buen caballo. La piromanía lo había dejado manco y tuerto, pero seguía siendo un buen jinete, y, además, un comerciante próspero.
Salía todas las mañanas en su caballo dorado a recorrer los barrios de La Habana y regresaba por la tarde con quince o veinte órdenes de losas para Teruel.
Con Teruel trabajaban por lo menos treinta o cuarenta albañiles que techaban hasta dos casas por día con el sistema de viga y losa que estaba de moda.
Luego vino a joderlo el progreso, inventaron la placa, bajó la altura de los techos, la gente se tiraba para lo moderno, y el catalán Cayetano Teruel sufriendo, viendo como su negocio se volvía sal y agua.
Ahí en su casa de Domínguez y Ayestarán se sentaba y decía:
-Pero mis techos van a durar mucho más que nosotros.
Y ahí están.

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.