© Luís Adrián Betancourt.

Herreros y veterinarios

Había tantos animales de tiro dando vueltas por La Habana, coches, carruajes de lujo, carretones, arañitas, carrozas fúnebres y caballos de monta, que a la gente se le ocurrió inventar negocios a expensas de este tráfico.
Para la reparación de coches se abrieron talleres y talabarterías, y para mantener a los caballos aparecieron los herreros y los veterinarios.
Por regla general, el dueño de estos negocios era un catedrático veterinario; y el encargado, un hombre que sabía de curas y herrajes.
En Manzanares había una de esas herrerías, a donde nosotros llevábamos caballos. Era una de las más grandes, su propietario fue el catedrático Echegoyen, dueño también de la herrería que estuvo en San José y Amistad y que luego mudaron para Maloja y Subirana.
A veces herrábamos también en lo de Valdivieso, que tenía sus negocios en la calle Zanja y en Concha número 3.
El doctor Serrano era el veterinario de la herrería de Fomento esquina a Conchañun tal Ramón tenía otra en Ayestarán y Desague, en la casa que sigue en pie todavía.
En el antiguo batey del Cerro, antes de llegar a la calle Arzobispo, se hizo famoso por sus trabajos de forja un herrero de nombre Antonio. De toda La Habana venían a encargarle trabajos.
En Soledad y San José había unos herreros que se dedicaban nada más a arreglar los caballos de las funerarias. Enrique se llamaba el dueño, y tenía un trato con los funerarios más famosos: Caballero, Infanzón, La Nacional, Nicolás
Hernández.
Las funerarias vinieron a acabar con la costumbre de velar los muertos en las casas. Ya no era solo el lujo de los carruajes, sino la competencia de ver quién adornaba más al muerto, en sarcófagos de metal, con candelabros de plata y maquillados como si fueran artistas.
En San Lázaro abrió la funeraria de Guillot, que refrigeraba a los muertos.
Ya no tenían nada que inventar.
Cuando la Competidora Gaditana se fue de la esquina de Zanja y Belascoaín, Bernardo García puso su funeraria, era toda la manzana.
La herrería de Vives y Belascoaín se especializó en curar mulos.
La policía tenía sus herreros, porque sus caballos llevaban el tuzado a lo militar lo mismo que los reclutas.
Con tantas herrerías regadas por toda La Habana y ni así alcanzaban. Había que hacer cola para atender a un animal, los herreros ganaban el dinero a chorro, se estaban haciendo ricos a mandarriazos.
Los caballericeros de los establos eran los encargados de llevarse los animales a las herrerías y explicar cuál era su problema, si de tuzar, si de dar pitón, si de poner una herradura de goma para los resbalones. El herrero decía:
-¿Qué le duele?
-La panza
-Arrímalo ahí y ven a buscarlo a tal hora
Las herraduras las sacaban de un hierro gordo especial que venía ‘propicio para el caso’ de los Estados Unidos. Se picaba a la medida del caballo, se echaban los pedazos a la candela y a sudar y a dar fuelle hasta que se pusiera al rojo vivo. La mandarria hacía el resto.
El herrero y su ayudante forjaban las piezas tomando en cuenta si eran para herrar largo o para poner de goma. Había que meter mucha candela. Cuando el metal estaba obediente, lo doblaban a fuerza de mandarria hasta que cogía la forma de la herradura.
Mi padre resolvía muchos problemas de los caballos sin necesidad de mandar a poner los pies en una herrería, porque el trajín del establo enseñaba mucho.
Una cosa que hacía era prevenir enfermedades. La maloja que se comían esos animalitos no era solo hierba, llevaba sulfato de sosa y antimonio. El tenía una cuchara grande con la que le daba las medicinas.
Toda esa química la compraba por arrobas. Gastaba mucho dinero por la salud de sus animales. El alcohol para las fricciones era a razón de un peso y cincuenta centavos la garrafa y quince centavos la jíquima. A cada rato agrupaba unos cuantos caballos y se los llevaba a los potreros, a una finca de Murga, donde los animales se reponían. Era como un sanatorio para caballos.
Se iban rotando, venía un grupo, luego otro, por ahí pasaban todos.
A pesar de tantos cuidados, cada mes había que pagarle al herrero quince o veinte pesos por curar de quemaduras y heridas, pitonazos, herrajes y también tuzados, que valían a peso.
Un caso que se daba mucho en las herrerías era el de los caballos con esperaván. Eso es como un tumor que sale en las patas de los caballos, como un hueso salido que los herreros quemaban con hierro al rojo vivo.
Otra enfermedad muy corriente era el empacho. Para ese mal de barriga estaban los pitones.
Había caballos que botaban el maíz al comer, porque les salía una carnosidad en la boca. Eso se lo cortaban también con hierro caliente.
Todas las curas eran de ampanga, remedios de fuego y de hierro, no por gusto se dice: “eso es peor que una cura de caballos”
Los pobres animalitos aguantaban cualquier cosa. Reculaban, cabeceaban, pero el herrero sabía cómo manejarlos. En los ojos se le notaba el horror cuando se les hacía una de estas curas.
Lo que no les dolía era el tuzado. Se usaban unas máquinas parecidas a las de las barberías, pero más grandes y con motor. Y si uno lo pedía, también recortaban el rabo o se lo quitaban de a viaje.
A eso le llamaban “hacerle la colina”. Luego, esa crin podía usarse como adorno para guardar los peines y las peinetas.
De la caballería habanera también salió el negocio de los cagajones.
Muchísima gente se dedicó a recogerlos, porque servían de abono y pagaban por ellos.
Toda la mierda que se recogía en nuestro establo se iba amontonando encima de un carretón de dos ruedas destinado nada más para eso. Cuando estaba repleto, venía la Pasiega, o Antonio Rodríguez, o cualquiera que estuviera en ese negocio y se la llevaba.
La carga la tiraban pegado al ferrocarril por La Polar. Hacían una pila enorme y la dejaban podrir antes de embarcarla en los trenes. Ahí mismo llenaban carro tras carro para llevar aquello a Vuelta Abajo o a Vuelta Arriba a las vegas de tabaco.
Ni se sabe la cantidad de abono que se recogió de esa manera. Cuando los carretones pasaban cargados de estiércol, la gente se tapaba la nariz, gritaban horrores, pero el carretonero se reía de todos, porque aquella peste se le convertía en dinero.
A uno que me porfiaba que los fotingos eran mejores que los coches, le dije un día.
-A ver, a que tú no le sacas al humo del tubo de escape lo que le saco yo a los cagajones.
Y lo dejé pasmado.

No hay comentarios:

Acerca del autor

Acerca del autor

Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.