© Luís Adrián Betancourt.

La religion de mi padre

Mi padre fue un hombre de fe. Creyó en los espíritus del bien y del mal. Fue masón, tenía supersticiones y soñaba con milagros; pero no ponía un pie en una iglesia ni oía una misa.
Respetaba a los curas que se daban a respetar, entre ellos tuvo amigos y buenos clientes, pero ninguno lo convenció. Si había Dios, decía él, sería allá arriba en el cielo, no bajo la falda de una sotana. No había nada que volara más a mi padre que una sotana prieta. Decía que los hombres eran todos hijos de Dios, fueran o no a una iglesia, y que los curas eran hombres disfrazados de cuervos.
Dios lo cobra todo y lo paga todo, decía, pero sin necesidad de intermediarios.
No creía en santos de palos, no rezaba; para él ganarse el cielo era ser bueno y honesto, no hacerle mal a nadie, no hacerle trampas a los semejantes, ni maltratarlos de obra o de palabras, ni ofender ni siquiera a un animal si no había razón ni derecho.
A todos los hijos nos hacía ver que nada se adelantaba con ir a la iglesia a pedir perdón, acabar con el mundo, rezar un rosario, y volver a acabar con el mundo. Que tampoco se ganaba la entrada al cielo dándose golpes de pecho con las limosnas y las caridades, ni con ir a las procesiones o guardarse en semana santa o ponerle flores a una virgen y hacer promesas, si después se olvidaba uno de todo, murmuraba de la gente, no respetaba a nadie, ni se compadecía de los otros. Eso no era religión ni creencia, sino hipocresía.
Mi padre estaba seguro de una cosa: si había Dios en el cielo y lo sabía todo y era justo, ya sabría encontrar la manera de premiar a los buenos, aunque no creyeran en sus encapuchados ni entraran a una iglesia.
En la Ermita conocí a un cura que se le antojó convertirme en católico. Un día que lo llevé con el caballo Caramelo a un bautizo en artículo mortis, de regreso empezó con su letanía. No sé qué manera de convencer era la suya: “Macho, que vas a arder toda la vida dentro de una caldera del infierno”, nada más que amenazas y amenazas sin haberle faltado a Dios, aunque él insistía en que sí.
Me preguntaba si había visto alguna mujer en cueros, aunque fuera en sueños, si me había gustado el asunto, si quería volver a verla. Como me vio dudoso, dijo que yo debía ir a confesarme, para que el diablo no se me encarnara. Tanto me asustó con el infierno, que fui y se lo conté a mi padre. Le dije que no era un santo, que seguramente alguna deuda debía tener con Dios, y tenía miedo de que eso me costara ir a las calderas de Satanás. Se quedó un rato pensando y me dijo:
-Si usted cree que debe confesarse, confiésese conmigo.
Mi padre también creía en los espíritus. En la Ermita había amigos de la familia que estaban en eso, se ponían como sonámbulos, cambiaban la voz encarnando a los muertos.
A Carmelina Maceda le bajaba el espíritu de una india; y en Bejucal, había un cartero, Rodríguez, padre de 9 hijos, que tenía una hermana vidente.
Rodríguez se sonambulizó una tarde, le bajó el espíritu de Luís Gonzaga y empezó a pedir que le trajeran una lechuza para el próximo domingo.
Estando yo en el parque de Tulipán en una visita de espiritistas, sucedió que a una mulata muy vistosa se le viraron los ojos en blanco y empezó a entrarle en el cuerpo el espíritu de Lady Godiva, una mujer de la antigüedad que le daba por montar a caballo desnuda.
Cuando le dijeron que yo era cochero, salió a ver el caballo, que era Minuto, pero a ella le pareció uno suyo y hasta el nombre le cambió, y con la misma, a quitarse la ropa, y la gente a salir al patio, a asomarse. Las mujeres diciéndole descarada y los hombres que no, que pobrecita, que no se le podía despertar de pronto, y ella para encima de Minuto como vino al mundo. La pena no me dejaba ni reírme. ¡Qué espíritu más jodedor le bajó a esa mulata! De la casa tuvieron que venir. Se la llevaron con un ataque. Luego se quedó dormida. La espiritista dijo que aquello no había sido espíritu, sino borrachera. Cuando despertó dijo que no se acordaba de nada.
Se cogía mucho a cuenta del espiritismo. A Mercedes, mi mujer, le dio por aprovecharse de la situación. Como yo regresaba muy cansado de trotar por toda La Habana, hablaba dormido, me pasaba toda la noche contando todo lo que había hecho en el día, y con eso Mercedes se hizo pasar por espiritista.
-Ayer fue un día malo, - me decía, así mirándome extraña – tuviste un percance con un marchante, hasta te dieron ganas de meterle un trompón en la tabla del pecho.
Y yo me quedaba pasmado. Mi mujer, de mirarme a los ojos se enteraba de todo. Le cogí respeto. Hasta que un día la descubrí, porque estaba tan apurada, que nada más de oírme soltar el primer resuello acabado de acostar empezó a sonsacarme:
-Dime, Machito, ¿Qué te pasó hoy? ¡Cuéntame!
Y ahí mismo se acabó el espiritismo de Mercedes.
Lo que sí metía miedo era la ceremonia de los mortuorios masones. Cuando se moría un hermano-yo me erizo de acordarme-todo era a oscuras, se daban las manos alrededor del cadáver. Eso nada más lo pasé con la muerte de mi padre.
No se me olvida un día en que mi padre habló de Dios. Fue después del desayuno, salió al patio y viendo como unos chinos manilas luchaban con el rancho que se les caía encima por causa de las varas partidas, los miró, se cruzó de brazos y dijo:
-¡Qué manera de pasar trabajo esta gente!¡Qué bien se ve que Dios no es amarillo!

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.