© Luís Adrián Betancourt.

Chinos manilas

Dicen, ¡dicen!, a mí no me lo crean, que a los chinos les colgaron el apellido de manilas porque los primeros llegaron haciendo escala en Manila, Filipinas, que entonces era, igual que Cuba, posesión de España.
Fue un abuso que hicieron con ellos. Venían contratados por ocho años y se quedaban para toda la vida. Firmaban un papel para trabajar doce horas diarias y los obligaban en jornadas de más de dieciocho. Les decían que serían colonos en tierras vírgenes y los hacían esclavos, criados, cogían cuero y cepo lo mismo que cualquier negro traído de África.
Usaban trenzas como las mujeres, y aunque enseguida se enteraron de que esa moda era mal vista en los hombres, siguieron con ella por la costumbre, y porque se habían creído el cuento de que algún día regresarían a China. La esperanza de todos ellos fue trabajar como mulos, reunir dinero y coger un barco de regreso, y allá no se podían presentar ante sus parientes y amigos sin sus trenzas.
Esos chinos soñaban más que los españoles, que es mucho decir. No se daban cuenta de lo triste de su destino, vivían con la maleta arreglada, y mantuvieron sus trenzas hasta que hubo una revolución por su tierra y pudieron pelarse a lo moderno.
Luego les dio por otra locura. Convencidos de que no verían más a su familia mientras vivieran, se les ocurrió, que después de muertos, sus espíritus volarían allá. Y eso que ni el avión se había inventado. Cuando uno se moría, los otros le ponían encima de la tumba comida para el viaje, pero de allá ninguno escribió mandando señales.
Cuando Machado hubo tanta hambre que la comida desaparecía del cementerio chino como si de verdad el muerto se la hubiera comido en el viaje.
Cuando el gobierno de Zayas, se volvió a abrir la llave de los chinos, que era un gran negocio. Venían por miles, se tapaban el sol con un sombrero grande, usaban ropas anchas para trabajar más cómodos.
Fueron tomando posiciones por el cuchillo de Zanja, San Nicolás, invadieron Dragones, hicieron el barrio chino, pero también se regaron por los campos, los barrios, las orillas de los caminos. Donde había una cañada, ahí tenías a un chino sembrando berro. De cualquier charco levantaban una hortaliza, y a cargar canastas para la plaza.
Hasta La Ermita llegaron esos chinos, yo los recuerdo desde que era muy niño. Me caían bien, pues eran cumplidores, humildes, serios, trabajadores.
Mi padre les alquiló una parte de la finca. Allí llegaron con una mano delante y otra atrás; pero metieron caña a trabajar duro, a sembrar canteros y canteros de berzas, nabos, acelgas, ajíes, zanahorias, lechugas, tomates, perejiles. No tenían hora para descansar, no dejaron un solo rinconcito de tierra sin sembrar. Luego recogían la cosecha y se la llevaban en canastas para la plaza del mercado.
Esos chinos de La Ermita compraron yaguas y levantaron sus ranchos allí mismo, cerca de los surcos. En diciembre se volvían locos sacando ensaladas.
Esos chinos sembraron de verduras todo el Cerro, Palatino, el Casino Deportivo. Esa parte de la actual Ciudad Deportiva era un mar de berro sembrado por chinos. Donde quiera que encontraban un terreno bajo, cenagoso, ahí mismo se agachaban a plantar. Y si se veía una canasta llena de verduras por la calle, debajo seguro que iba un chino.
Donde nadie descubría de qué forma podían ganarse la vida, llegaba un chino y la inventaban unidos, viviendo bajo el mismo techo. Tocabas a la puerta y preguntabas por el chino y te salían diez o veinte.
Se metieron a lavanderos, heladeros, dulceros, ponían puestos de frituras, de viandas, salían a vender con tarimas en la cabeza.
A cuenta de los chinos se inventaron mil dichos. Si andabas de mala suerte, era que tenías un chino atrás; si la mujer fastidiaba mucho, la mandabas a que se buscara un chino que le pusiera un cuarto; si no te decían algo muy claro, “me estás hablando en chino”. Y se cantaba aquello de:

Chino pa China
Gallego pa España
Blanco pa la oficina
Y negro a cortar la caña.

Y esta otra:

En Cuba nació el cubano,
En España el español,
En Tampa y en Nueva Cork
Nacen los americanos.
En Italia el italiano,
El turco nace en Turquía,
El curro en Andalucía,
El chino nace en Cantón
Y viene por colección
A explotar la patria mía.

La verdad es que ninguno de ellos venía a explotar a nadie. Ni siquiera venían, los traían, y además engañados. Cuando llegaban nada más sabían de trabajo y sacrificio. Hasta chinos mambises hubo.
En las maletas trajeron escondidos sus santos, sus pipas para fumar opio, las cornetas chinas con las que luego se hicieron dueños de las parrandas y los carnavales, pero nada más.
De todo hicieron los chinos en Cuba, hasta un equipo de pelota tuvieron, y pusieron de moda sus juegos. El Mah-jong era muy bonito, con fichas de marfil y bambú, dados y palillos.
Y hasta en la medicina se metieron, hubo un médico chino famoso. Si estabas en las diez de última, lo que te decían era que no te salvaba ni el médico chino, así sería de bueno. Saber le costó la vida, por motivos de envidia. Dicen que el que lo mató se le arrimó de amigo para enterarse de sus secretos. Cuando creyó que ya había aprendido todas sus mañas, lo envenenó.
Yo oí decir que ese médico era de Matanzas, y se llamaba Chan Bon Biá, pero con ese nombre llamaban a más de un chino, hasta una canción había que decía:

Chino Manila, Chan Bon Biá
Treinta tomates por un reá.

Hasta los años 40 los chinos no eran ni cubanos, ni asiáticos, ni extranjeros, ni de ninguna parte. Estaban en el limbo, no había ley para ellos.
¡Como se dijeron cosas de los chinos! Que mujer que se ajuntara con ellos se ponía flaca y amarilla, que sacaban la energía del opio, que tenían buena cabeza por comer tanto pescao, que eran propensos a la tuberculosis y medio pariente de los gatos, traicioneros y rencorosos.
Lo que sí fue verdad era, que cuando tenían un problema con la ley, se hacían los chinos. Si los llevaban de testigos a un juicio no había nadie que los hiciera hablar.
-Chino no sabe, capitán-de ahí no lo sacabas.
A todos los policías le ponían el grado de capitán, y el resto de la gente era paisana.
El cochero tenía que estar bien despierto con ellos, porque con el cuento de que no entendían, a cualquiera le metían una moneda falsa. Y si le mirabas a la cara para decirles lo que se merecían, estaban en China.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.