© Luís Adrián Betancourt.

Los coches

Qué bonito era oír el ruido de los cascos sobre las calles de adoquines, el ping dang de los timbres, el chas-chas de las fustas. Pero por el año 10 un alcalde le hizo la guerra a esa música de coches, se le metió en la cabeza quitarle todos los ruidos a la capital, mandó a eliminar las campanillas de todos los establos, dejó
a La Habana como si fuera un pueblo de sordos.
Recuerdo que empezamos a zafar todos aquellos timbres y a amontonarlos en un rincón de la casa. Era triste verlos arrinconados como basura.
Mi padre tuvo ocasión de preguntarle a un marchante que tenía puesto en la Alcaldía.
-¿Se volvió loco Andrade?¿No ve que el timbre es la única voz que tiene el coche para anunciar su paso? Va a saber ahora lo que son los accidentes.
-Mira, Montañés, lo que pasó fue que con tanto coche y tanto carretón saliendo desde temprano no dejaban dormir a un personaje que tiene la voz más alta que la tuya, la mía y la de todos los cocheros juntos.
Ese ding dang era bonito, no podía molestar a nadie, por el contrario, después que lo quitaron hubo unos cuántos desprevenidos arrollados.
De noche también eran bonitos los coches. Parecían cocuyos sueltos por las calles. Se alumbraban con trabucos, que eran unas velas, pero más gruesas y cortas, consistentes para que demoraran en derretirse.
Había unas cuántas marcas de trabucos. Los de Rocamora eran cebo puro, enseguida se volvían una basura, pero los de Sabatés tenían buena calidad.
Para las noches mi padre repartía dos pares de trabucos a cada cochero.
Los faroles iban a ambos lados. Uno con vidrios colorados y otro con vidrios verdes. El colorado indicaba que iba por la derecha.
A los techos de los coches se les llamaba tapacete o fuelle. Eran fabricados con un metal especial. Al techo del Milord se le echaba una grasa para que se mantuviera suave y no dejara pasar el agua.
Las carrocerías variaban mucho de acuerdo con el antojo de los dueños a la hora de adornarlas. Unos le mandaban a pintar filetes azules, otros le hacían ribetes colorados. Hoy solo quedan algunos coches sin adornos, son negros como paraguas, pero en el tiempo de La Huerta los teníamos de todos los colores.
Mi padre andaba en un Tilburi americano que era imponente, de cuatro ruedas, y otro familiar, todavía más grande. En La Ermita había varios tipos Milord, Duquesa, Jardinera, Vis a Vis, Faetón.
El cochero de la foto del carnaval era un Break de cuatro ruedas con el pescante muy elevado y dos filas de asientos en la parte trasera.
El Milord llevaba un asiento detrás y otro más chico delante, que iba escondido y se abría cuando se montaban cuatro personas. Los Vis a Vis eran de dos asientos para dos parejas.
Los paseos mayormente se hacían en coches de parques. Salían a trabajar a eso de las cuatro de la tarde y hacían piqueras. En Prado y Neptuno había siempre como treinta o cuarenta coches en hileras esperando marchantes.
Por una hora de paseo cobraban un centén y un peso, el centén equivalía a cinco pesos.
Había piqueras en Marte y Belona, como de 50 coches, que recogían mucho pasaje en Monte y Amistad. Otra piquera importante estaba en los Cuatro Caminos. La última piquera que yo trabajé fue en Cerro y Consejero Arango, que ahí me retiré.
A la gente le encantaba darse caritate con los coches. Los alquilaban para pasear, pero también para ir a donde los vieran. Andar en coche fue siempre una buena señal. Si algo te salía muy bien era que “saliste en coche”.
Mi padre prefirió siempre el establo que la calle, trabajar los carruajes de lujo y recibir las órdenes de los marchantes conocidos, antes que andar a la caza de carreras montando a todo el mundo, al sospechoso y al crápula, al que no te quiere pagar o pone los pies donde no debe, o escupe, o se cree que compró el coche.
Los clientes de La Ermita eran la crema. Hasta crédito tenían con mi padre.
No faltó el malapaga. Mi padre vivía de los coches, pero el dinero no era lo primero para él. Nos entraba muchísimo, es verdad, pero también salía bastante; y era muy caro mantener relucientes los carruajes, vestir elegante a los cocheros, alimentar y cuidar a los caballos.
En el año 15 mi padre pagó mil ciento diez pesos por un Milord, la limonera y el tronco, y encima le pagó a un talabartero para que le hiciera mejoras. Luego tuvo que pagar siete pesos por la chapa de alquiler, un cochero le pidió un adelanto, por donde quiera que se viraba era soltando dinero. Se descuidó y llegó a verse con los bolsillos vacíos.
“El Montañés, dijo un amigo en una ocasión, no vivía de los coches, sino para ellos.”
Además de los establos y de las piqueras, circulaban en La Habana muchos coches particulares, bien cuidados, con caballos de razas y cocheros elegantes.
Eran de la gente de plata. Yo conocí a un cochero particular que siempre andaba de librea y sombrero, o todo de blanco y jipi. Mi padre se lo quiso llevar para La Huerta; pero él se había encariñado con la casa en la que trabajaba.
Todavía se ven por ahí los carteles de las cocheras en las casas antiguas. La gente de más dinero llegó a tener establos particulares, con varios coches para usar según aconsejara la ocasión.
Lily Hidalgo de Conill era una viuda rica que vivía en la manzana formada por las calles A, 13, Paseo y 15. Ahí sigue todavía su casa que más bien parece un castillo.
Esa señora tenía un Sígueme Pato, que el cochero iba sentado detrás y era como un cupé. También tenía un Break grandísimo, con el pescante por las nubes, halado por cuatro caballos enormes.
Ese era el Break que utilizaba el banquero Vance, abuelo de Lily, cuando se iba por ahí lejos, de cacería. Ella tenía un Faetón que se lo llevaba en sus viajes a Francia. Cuando Lily nada más tenía 15 o 16 años, ya manejaba ese Faetón como le daba la gana por los alrededores del castillo que tenía en Francia.
Los Conill eran muy ricos, pero tal vez no tanto como los Hidalgos, que eran propietarios de todo ese terreno del antiguo batey del Cerro. Sus oficinas estaban en Teniente Rey y Cristo, y una de las hijas era la esposa de un marqués.
Cuando llegaron los fotingos, Lily Hidalgo quiso estar a la moda como rica al fin. Pero ella tuvo la delicadeza de reunir todos sus coches y guardarlos como reliquias dentro de unas vitrinas de cristal que mandó a hacer.
Eso mismo hizo con los establos y los corrales, cada uno con el nombre del caballo al que había pertenecido. Además le pagaba un sueldo a una persona para que mantuviera todo aquello en buena forma.
Ese criado tenía que limpiar la cochera, pulir los metales, sacarle brillo a las argollas, atender cada pieza como si todavía estuviese en uso.
Lily compró cuatro fotingos, uno para salir de día, otro para salir de noche y dos para sus hijos; y le pagaba a cuatro choferes para que manejaran esas cuatro máquinas.
Yo estuve en el entierro de su padre, y por ese motivo conocí su finca.
Muchos cocheros entraron al castillo de Lily ese día, porque estaban trabajando el entierro. Yo me quedé impresionado al ver tanta riqueza junta.
Cuando Lily desmanteló todo aquello, porque venía la arribazón de fotingos, también estuve en esa casa para comprarle mantas francesas, ropas de cocheros, botas, riendas, como siete pares de vendas para las patas de los caballos y una caña muy linda, de lujo, de tiro largo, para halar cuatro caballos.

No hay comentarios:

Acerca del autor

Acerca del autor

Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.