© Luís Adrián Betancourt.

Los caballos

Me gané a Minuto y lo supe llevar. Pronto me di cuenta de que Guerrilla no merecía ni el caballo que trabajaba.
Hoy los caballos son unos ceros a la izquierda, ya ni se lo echan a los leones del zoológico; pero, en la época del establo, tener una montura entre las piernas era lo mismo que llevar hoy el asiento de un carro bajo el fondillo, salvando que el caballo tiene mente.
El caballo es tan importante, que por donde quiera se oyen dichos con él: que si a caballo regalado no se le mira el colmillo, que caballo grande, ande o no ande, guarda pan para mayo y maloja para tu caballo. Hasta los políticos agarraban los caballos para hacer su propaganda electoral. Y que un hombre anduviera montado o a pie hacía ver si era un don señorón o un fulano cualquiera. En el figurao rondando a una muchacha bonita, no podían faltar ni el coche ni el caballo. Boda con pocos coches no era boda importante. Casa sin establo, no era mucha casa. Los coches y los caballos andaban por esas calles hablando de lo que eran sus dueños; y eso lo cuidaban mucho sobre todo los millonarios, que hasta encopetaban a sus cocheros.
En el año 1905 cuando se formó el Partido Liberal, toda la propaganda y el alboroto que hicieron la gente de Zayas y de José Miguel Gómez fue a caballo.
Una vez yo anduve con la caballería de Menocal. Éramos como 500 o 600 jinetes cuando aquello que se cantaba:

“Ahí viene el mayoral, sonando el cuero.”

Yo no entendía de política ni estaba afiliado a ningún partido, pero me gustaba el trote y me fui con ellos. Y qué mal me caía aquella conguita que sacaron los machadistas que decía:

“A pie, a pie, a pie,
se acabaron los caballos,
a pie, a pie, a pie,
no me duelen ni los cayos.”

Con eso nada más ya Machado la tenía perdida conmigo. A eso, sumarle lo abusador que era.
En el establo El Montañés, de la finca La Huerta-en La Ermita de los Catalanes-, el caballo tenía bien reconocida su nobleza y su maña. De esos animales respetables tuvimos muchos. El primero que me viene a la mente es ese que me encargaron cuando Guerrilla tuvo que irse.
Minuto era un señor caballo. Tengo una foto suya halando un Milord.
Lástima que esté borrosa y no sirva para el libro. Yo lo recuerdo clarito como si lo estuviera mirando delante de mí, con esa estampa de pura sangre que tenía.
El Duo era un americano aficionado a las carreras y lo había entrenado para las apuestas. El jockey no se le montaba encima, sino que iba detrás, sentado sobre un carrito de dos ruedas, de esos que le dicen arañitas.
Minuto llevaba una marcha elegante, fácil, entendía bien al amo, pero de tanto corretearlo bajo el sol lo dejaron ciego y ya nada más le quedaba el camino de los coches.
Cómo se sentiría el pobre, al verse metido en un establo de coches –aunque fuera de los de lujo, como el de mi padre-después de haber sido caballo de pista.
Minuto no era un caballo cualquiera. Según cuenta la historia, el dueño era un americano que vivía en Cienfuegos y le sacaba muchísimo dinero en las carreras. Pero la gente, mientras más tiene, más quiere; y el pobre caballo siempre andaba de trote en trote, zumbándose todo aquél sol hasta que perdió la visión. No era ciego de ojos blancos, sino azules; y nadie se daba cuenta de su defecto por lo bien que trabajaba.
Llevando a un borracho para la Habana Vieja, no quiso creerme que el caballo era ciego. No le dije nada más; pero él siguió con la duda, hasta que de la roña que cogí le contesté:
-¡Compadre, bájese y pregúntele a él!
Tan borracho estaba el hombre, que se bajó y me hizo caso. Yo halé la rienda de Minuto y él le dijo que sí con la cabeza. Y tan emperaltado estaba el cliente, que subió de nuevo convencido.
A simple vista se veía que Minuto era caballo de raza. Yo no sé cómo, a pesar de lo noble y lo bueno que era –y todo lo que le había hecho ganar al americano-cuando vio que ya no podía ganar en las carreras se deshizo de él, lo vendió con coche y todo. Lo vendió caro, pero lo que duele es la acción. Minuto fue un caballo fatal, no se mereció ir a parar al americano de Cienfuegos y mucho menos a Guerrilla.
Acabado de comprar en 800 pesos, ya le ofrecían 900 por él a mi padre cuando una libra de arroz valía cuatro centavos y un chorizo cinco.
Entre cien caballos que teníamos entonces en La Ermita, Minuto se afamó enseguida como el mejor. Le pusieron ese nombre porque hacía un kilómetro en un minuto. Más que un fotingo corría.
Por el año 17, cuando Minuto estaba entero todavía, dí una carrera que jamás en la vida la igualaría otro caballo de coche. Fue precisamente en el café La Diana, ese que nos vendía las sobras todas las noches. Pero de día íbamos allí a hacer muchos servicios, y a cualquier hora, porque estaba abierto.
La Diana venía de la colonia. Los dueños eran Belarmino y su cuñado José Fernández, el mismo que luego levantó el restorán en 1830.
José Fernández no acostumbraba ir a los entierros, pero parece que se vio en el compromiso y pidió coche. Tanto lo pensó para decidirse, que faltaban 25 minutos y todavía estaba con los pies en la calle.
-¿Me puede llevar a tiempo para que no esperen por mí?-preguntó.
Si llego a ir con otro caballo no sé lo que le hubiera respondido, pero iba con Minuto. Le dije al marchante que montara. Del café de Reina y Aguila al portón del cementerio de Colón fuimos en 7 minutos.
Fernández miró el reloj y se quedó pasmado. Me pagó el trago, el tabaco y hasta me dio dos pesos de propina por lo agradecido que estaba.
A Minuto no había ni que tocarlo, con sonar la boca nada más ya entendía.
No era caballo de fusta sino de palabra. Pero cuando lo cogieron mis hermanos casi acaban con él. Entonces mi padre me llamó un día.
-Macho, suelta a Tres Medallas y vuelve a hacerte cargo de Minuto a ver si lo arreglas un poco.
Nada más de cogerle las riendas me conoció. Pobrecito. Qué maltratada le habían dado, por no darse cuenta de que un caballo no es como un fotingo de hierro que camina a patadas.
Por esos días que me dieron a Minuto, fuimos todos a un entierro grande, un chulo que le dio por morirse en San isidro. Fue mucha gente, porque los chulos eran personajes de roce, lo mismo se codeaban con un bandido de callejón, que con un senador de la República. Fue tanta gente a ese entierro, que tuvimos que pedirles coches a varios establos.
Yo llevaba de pasajero a un amigo de mi padre, Antonio Ruíz, dueño de dos cafés cantantes cuando estaban abiertas las zonas de tolerancia.
Ibamos por Reina y Belascoaín, cuando de repente se plantó Tres Medallas con Cheíto de cochero. Lo que nunca en la vida me hizo a mí.¡Nunca!
Pero Cheíto no era dueño de aquella rienda. Ser cochero no es dar fusta y gritar, como ser panadero no es darle vueltas a la harina. Todos los oficios tienen su maestría y lo primero que uno tiene que hacer para llegar a ello es respetarse mucho. Y en el caso del cochero, también respetar al caballo y al cliente.
El cochero al que se le planta el caballo es un jalariendas.
Yo pasé cuando estaba armado el pugilato y me puse endiablado. Vi cuando
Cheíto se apeó con toda su calma, cogió las riendas con sus manos y pasó la línea del tranvía que Tres Medallas se había negado a pasar. Y todo ese show mientras el policía de tránsito daba el paso a la gente y gritaba mil insultos. ¡Qué vergüenza! ¡Un cochero pasando a pie la línea del tranvía! ¡Un cochero de La Ermita! ¡Un cochero del Montañés! Yo me puse rojo como un tomate, pero Cheíto iba contento, como si desfilara. Luego volvió al establo tranquilo y
borracho, más pena traía el caballo. Lo miré y me dije para adentro: “ya se volvió a joder Tres Medallas, en qué malas manos ha caído”
Yo levanté a Minuto a fuerza de cuidado y buen trato. Ya estaba entero. Iba a cualquier parte; pero un día mi hermano Pascasio me lo desgració.
Pascasio salió disparado, porque se le hacía tarde para un viaje. Iba volando rumbo a Ayestarán y, cuando fue a cruzar la calle, se le atravesó un hijoeputa que venía en su camioncito recogiendo ropa de tintorería. Se enredaron en esa esquina y el que salió pediendo fue el pobre Minuto.
Volví a trabajar con Tres medallas, aunque ya estaba medio muerto. Así y todo se podía confiar en él. Eso lo demostró un día que pidieron coches para entierro a las dos de la tarde en Ánimas y San Nicolás. El tramo de allá al cementerio de Colón era bastante corto, así que arreglé a Tres Medallas y me lo llevé a ese servicio. Luego me dijeron que el muerto no era cubano, ni chino, ni español y que ese entierro no iba para Colón, sino para el cementerio de los turcos.¡Fue como si me echaran un cubo de agua fría en la cabeza!
Si me llega a pasar cuando estaba al cuidado de Tres Medallas, que lo tenía llenito, peladito, bien cuidado, contento. Pero ya estaba matado, no era ni su sombra, tenía la mirada ida, todo el costillar afuera.
Empecé a acariciarlo y le dije: “¿tú sabes a dónde vamos? ¡Al cementerio de los turcos! Pero no te amilanes, que no pienso resolver esto con fusta, que hay cocheros que la merecen más que tú.”
Me imaginé que iba a perder el viaje y, con un poco de mala suerte, quizás hasta el caballo. Pero ya estaba en camino, y mi coche, si algo no tenía era marcha atrás. Cuando salimos nada más iba pensando y calculando si llegábamos o no. Cogimos por Galiano para arriba, luego bajamos por la calle Ángeles, fuimos buscando el rumbo de Luyanó. Yo estaba seguro de que la loma del Potosí no la subíamos de ninguna manera, ni con Dios empujándonos; pero Tres Medallas la subió. Le sacaba ese esfuerzo un relincho que daba lástima, pero no se plantó. Y eso que ni la rienda le tocaba, lo dejaba así a la marchita. Yo sabía que él haría lo posible, y hasta donde llegara, hasta ahí llegaba yo.
El cementerio de los turcos era unos kilómetros más allá del cementerio de Guanabacoa. Hoy en guagua es todavía una tirada larga, así que en coche, con un caballo maltratado, era como para encomendarse a todo el cortejo celestial.
Tres Medallas llegó al cementerio turco medio muerto, nada más con el espíritu, pero no hizo un papelazo. Y encima de eso los otros cocheros del establo regañándome;
-¡Pero Macho! ¿A quién se le ocurre traer aquí a ese caballo?
-¿Y qué iba a hacer, dejar embarcado al marchante?
Además, yo no lo traje, me trajo él a mí.
Poco después, ya separado para el potrero, murió Tres Medallas.
Garibaldi también fue buen caballo, aunque un poco arisco, de ahí le salió el nombre, por rebelde. A mí nunca me gustó. Era grande, que los cocheros tenían que treparse encima de un cajón para colocarle los arreos y el cabezal.
Mi padre lo compró en el año 16, en la calle Marina. Pagó 119 pesos por él a Pancho Miseria, un hombre que no había ganado ese apoyo por gusto, sino por ruín y sarnoso.
Sampallo también fue uno de los mejores caballos del establo hasta el mismo día en que murió en plena faena. Se le cayó redondo a mi hermano ahí mismo, en el Callejón del Pescado. Eso es después de Infanta, un tramo de vía cortico que va de Estévez a Universidad.
Ahí mismo se abrió de patas Sampallo y en la caída le rompió las barras al coche, acabó con los arreos y fastidió la carrera que llevaba, que era un inspector de Sanidad, muy amigo de la familia, vecino de la calle Estévez.
Cuando se lo contaron a mi padre se quedó pensando. No podía ser que un caballo como ese, tan fuerte y sano, se muriera de repente. Empezó a hacer averiguaciones hasta que dio con el misterio: el pobre animalito había sido asesinado con veneno .
La maldad de envenenar caballos fue ocurrencia de un mal nacido que le había pedido a mi padre cuatro monedas, cuatro centenes, lo que venía siendo veintipico de pesos.
Mi padre le negó ese préstamo y la reacción que tuvo fue la de envenenarnos cuatro de los mejores caballos. Uno por cada centén. Como para que todo el mundo se diera cuenta de que aquella matazón de caballos había sido una venganza.
En esa corrida nos envenenaron a Caramelo, a Alazán, al Mulato y a Sampallo. A esta hora todavía yo no sé de qué medios se valió el muy maricón para meterse en el establo y envenenar a los caballos.
Para reponer a los animales perdidos, mi padre compró a Tres Medallas, Los Arroyos y otros dos caballos de los corrales de Pancho Miseria. Y era reponer a medias, porque los caballos perdidos ya eran de coches y estos estaban por domar. Mi padre casi siempre me encargaba esa faena o la hacía él. A mí me gustaba, porque me ayudaba a entender más a los animales.
Yo domé un caballo tan arisco, que al verme en el enredo, Mercedes, la que fue mi novia- y luego mi mujer-empezó a gritar:
-¡Quítenle esa bestia, que lo mata!
Ese día llegué a La Huerta como a las diez y media de la mañana y al poco rato llegó El Coleto, un individuo que se dedicaba a los negocios de establo. Yo estaba tomando el desayuno en los altos de la casa cuando alguien me avisó que por el patio andaba buscándome. Bajé a ver qué quería; y él, muy orgulloso, como buen vendedor, me enseñó el caballo que traía.
La verdad es que estaba sanito, con buenos dientes, aunque un poco ciego. El
Coleto nada más hacía hablarme del cuero, pero no de lo que llevaba por dentro. ¿Cómo iba a vender un caballo tan vistoso en solo once pesos? Yo le buscaba lo malo de esa baratura; pero El Coleto me tenía mareado con su cuento, de que si era una ganga, que no me iba a arrepentir, que si tenía buena pinta. Lo que no me dijo es que ya lo había propuesto a los funerarios y lo devolvieron porque manoteaba y pateaba.
Yo sabía que El Coleto me estaba jugando la mala de alguna manera, pero pensé: “total, ¿qué son once pesos? me hago la idea de que se me perdieron”.Y lo compré. Nada más de ponerle la mano encima descubrí lo que ya sabían los funerarios. Ellos más que nadie tenían que ser cuidadosos al escoger los caballos, porque en medio de un entierro no era bueno que se alebrestasen.
Los cocheros viejos que me vieron pagarle al Coleto dijeron:
-Machito, perdiste el dinero.
Y empezaron con las burlas y el choteo, y ahí mismo se me metió en la cabeza enderezar al animalito.
Cuando El Coleto soltó aquel caballo en medio de La Ermita, no había quien lo tocara. Le fueron a poner el sillín y lo largó. Vino otro con la cuellera y le pasó lo mismo. No tenía paz con nadie. Y El Coleto metió su dinero en la bolsa y dijo apurado:
-Me voy, Macho, porque este negocio ya se cerró.
Yo agarré al animal y empecé a darle picadero y picadero, vueltas y vueltas con la soga hasta que se quedó como emborrachado. Traté de ponerle el sillín y lo botó. No entraba en razones. Me enredé con él a como fuera. Ahí fue donde llegó Mercedes, se asustó mucho y empezó a gritar.
Así estuve tres días seguidos, nada más empecinado en hacerle creer que el caballo era él, hasta que por fin la mañana del cuarto día me miró como diciendo: “ganaste”, y se dejó enganchar en el coche. En honor a la verdad, fue el caballo que más trabajo me dio.
Le tenía tantas ganas, por lo que me había hecho pasar, que lo llevé a todo lo que le daban las patas por la Calzada de Vento –en esa época un paraje solitario- y fui hasta Capdevila, que entonces era como decir el fin del Mundo.
Me tomé una Coca Cola y con la misma regresé al trote. Como lo habré puesto, que al llegar a Tulipán y Santa Teresa me entró a patadas. Por poco me parte la pierna, porque ya no aguantaba más abuso.
Al trote llegué a La Ermita, y encima de eso le hice una animalada; porque con lo cansado que venía, le quité los arreos y lo amarré debajo de una mata de chirimoya muy linda que había cerca de la casa. Lo puse como a la una y media a coger fresco y eran las siete de la noche y todavía estaba resollando.
Pudo haberle dado una pulmonía, porque no es saludable hacerle eso a un caballo después de haberlo trotado. Tenía que haberle dejado los arreos puestos hasta que pasara el sofoco.
Ya era noche cuando fui a verlo y todavía estaba resoplando como un fuelle.
Le acaricié la cabeza y la sacudió asustado. Ya tenía bastante. No se murió porque era fuerte. Me arrepentí de haber sido tan bruto con él. Le dije: “no te preocupes, borrón y cuenta nueva”. A partir de ese día me dediqué a él, no descansé hasta hacerlo un buen caballo de coche que la gente admiraba. Si el matrero del Coleto vuelve a verlo ni lo conoce. Llegaron a ofrecerme 300 pesos por él; pero no lo vendí. Para los cocheros viejos que se habían burlado de mí fue como si les diera un galletazo sin mano. Pero todo este trabajo que hice cayó en saco roto, porque cuando el animalito estaba en su punto vino alguien, y quién sabe por qué motivo, le tasajeó un tendón. El que no tenía valor para enfrentarse a mi padre, se desquitaba con los caballos del establo.
Me lo llevé volando para la herrería, lo cosimos allí, lo curamos, luego lo cuidé como mandó el herrero, pero se quedó cojo para toda la vida, fue a parar a los corrales. El que dio el tajaso sabía lo que hacía. Lástima daba como quedó; y yo perdí mi tiempo de la doma y la enseñanza.
Siempre estábamos comprando caballos. Vendedores habíamos muchos, de esos que tienen cría o que quieren salir del suyo; también gente dedicada al negocio, como los americanos Fred y Jack. Ellos traían barcos repletos desde el norte. Cientos de mulos y caballos de todas las pintas y tamaños. Había para escoger. Del muelle los trasladaban a unos corrales que tenían en el mismo medio de La Habana. El de Fred estaba en Concha y Fomento y el de Jack en Cristina casi llegando a San Joaquín.
Los caballos salían como a 900 o 1000 pesos las parejas, pero había que ver lo buenos que eran. Además, para sacar ganancias tenían que vender caro, porque no todos los animales lograban aclimatarse.
Con los mulos pasaba lo mismo, pero se usaban sobre todo en los carretones.
Mi padre siempre se preocupó por tener buenos caballos en su establo, bien cuidados y alimentados, siempre listos para halar coches. Caballos hubo que hasta merecieron estatuas. Unos se ganaban la fama por la clase de jinete que llevaban y otros por sí mismos, como Reluciente, el caballo de Matías Cabrera, que al lugar donde está le llaman Caballo Blanco.

No hay comentarios:

Acerca del autor

Acerca del autor

Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.