© Luís Adrián Betancourt.

La vida es como un vuelo de papalotes

Al recordar los juegos no se me podían olvidar los papalotes. Vienen del siglo pasado y todavía se les ve volar. El cielo se llenaba de colores en la temporada de los aires propicios, que empezaba con unos cuantos papalotes y a los pocos días había millones abejeando entre las nubes. A los grandes les llamaban coroneles. Había que amarrarlos a un poste para que la fuerza del viento no se llevara al muchacho. Se empinaban con hilo de carreta, porque otro no resistía.
Los chinos eran buenos haciendo papalotes. Armaban obras de arte con flecos, dibujos, dragones, faroles, gusanos, mariposas con alas muy grandes.
Se han inventado muchos juguetes, pero ninguno tan emocionante como ese de manejar un papalote por los aires. Un juego sano y bonito. Lástima que vino a afearlo la cabrona costumbre de querer joderse unos a otros.
Sacaban medias lunas, lascas de los cubos de botella, las amarraban a las colas de sus papalotes, y a volar, a pegarse a los otros con la mala intención de pasarles la cuchilla, y a gritar: “¡a bolina!”
Como si el cielo fuera tan chiquito que no cupieran en él todos los papalotes del mundo. Papalote que se iba a bolina, ya no tenía dueño, era del que lo alcanzara.
Papalote ido, papalote perdido. Era la ley. Lo mismo que en la vida; de ahí debió salir aquello de tener la vida en un hilo, y cuando alguien se muere se fue a bolina.
Se me hace la idea de que esa manía no la inventaron los niños, sino los mayores que, bajo el pretexto de cuidarlos y enseñarlos, entraron en el juego.
La verdad es que nosotros nos metíamos en los suyos; en la lotería, por ejemplo, que servía para reunir a la familia y a los vecinos en las noches, cuando no se había inventado la televisión, la radio todavía era un lujo y ya estaba gastado el repertorio de cuentos de brujas y fantasmas.
Jugar a la lotería era irse la noche sin darte cuenta. Uno sacaba la ficha de la bolsa y cantaba el número; y el que lo tenía marcaba el cartón con un frijol, con un maíz. Y venga el otro, y el otro, hasta que alguien completara una línea. Luego la cogieron con no mencionar los números. Si salía el 15, cantaban niña bonita; el 9 elefante; el 12 mujer mala; 13, tocar madera; el 44, cuácara con cuácara; y así.
Hacíamos apuestas de a centavo y más aspaventaba el ganador de doce o trece quilitos, que el jugador que ganaba en un casino miles de pesos en la ruleta.
A mí no me gustaban tanto los juegos como los caballos. Yo halaba para los establos, soñaba con tener unas riendas en la mano. A veces me pasaba toda la noche sobre el lomo de una bestia, o en el pescante de un carruaje o domando algún potro difícil, y cuando me despertaba, me parecía que era verdad.
Tampoco tuve mucha vocación para el colegio, nada más llegué hasta el cuarto grado. El primer colegio al que asistí, en 1906, estaba en Correos y Redención.
De ahí me pasaron para la Quinta de los Molinos, pero al presidente José Miguel Gómez se le ocurrió abrir una exposición lindísima por el año 12, y mudaron la escuela para Cerro y Tulipán donde hoy hay una capilla.
En la calle Santa Rosa estaba el colegio de las hembras, y a una cuadra, el de los varones. Mi maestra era la señora del director, y con una barriga de este tamaño, ya casi para parir, había que decirle señorita. ¿Señorita de dónde, señor? Pero era la disciplina.
Mi padre también me daba enseñanza, pero a su manera. Tenía muchas leyes acerca de cómo se debía tratar a las personas, agradecer un favor, ayudar a los necesitados, cumplir la palabra que se daba o el juramento que se hacía, y también acerca del no dejarme engañar.
Cuando le cumplíamos, nos llevaba a pasear, a una fiesta, a visitar a unos amigos, a un buen cliente. Un lugar que me gustaba mucho era el canal de Vento. Hoy está ahí mismo, pero ir a paso de caballo era como ir al fin del mundo.
Pero más que los paseos y los juegos a mí me llamaba la atención la vida del establo. Tenía apuro en crecer nada más por verme con las riendas de un coche en las manos.
El primer animal que tuve fue un burrito que se llamaba Perico.¡Qué animalito más bueno! Me llevaba a todas partes. Nada más se daba conmigo. Si venía otro a montarlo se agachaba y lo botaba por encima. Después rebuznaba como diciéndole: “para que no te vuelvas a equivocar conmigo”
Yo no soltaba a Perico y tanto di con el burro para allá y para acá, que mi padre se encabronó y lo vendió al primero que lo quiso, y en lo primero que le ofrecieron, que fueron ocho tristes pesos.
Después aprendí a montar caballo. Nadie me enseñó, eso fue cosa mía, de meterme en el establo y darme cabezazos hasta que por fin lo hice. No fue tan fácil como lo del burro Perico, pero le puse mucho empeño. Lo que no logre el hombre es lo que no se lo propone.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.