© Luís Adrián Betancourt.

El pie en el alto pescante

El pescante estaba tan alto y yo era tan bajito, que me dio pasión de ánimo, pero no le cogí miedo. Ese había sido mi sueño, verme sobre los coches, porque ya de caballos creía saber bastante. El otro requisito para ser buen cochero era conocer bien La Habana, saber ir a la dirección que te pidieran; y eso ya yo lo tenía bien aprendido de cuando salía a cobrar todas las cuentas del establo .
Cogí resuello, me encomendé a Dios, me impulsé, y cuando vine a ver ya estaba arriba, con las riendas en las manos. Me dio por reír. Después me dije:”Macho, ya tú eres cochero, así que ¡arrea!
No se me ocurre con qué comparar la emoción de sentir que le estás hablando al caballo y él te entiende, que le hace caso a tu mano, que te conoce y por eso lleva el carruaje a donde quieras y como quieras.
Siempre traté de hacer un buen papel, de cumplir con mi oficio, de ser un cochero responsable, de confianza.
Y eso lo conseguí, porque al poco tiempo de andar por las calles de La Habana, ya los clientes le pedían a mi padre:
-Oigame, montañés, mejor me manda al cocherito. Y cuando yo oía eso me ponía que no cabía en el traje de cochero.
Tal vez no me pedían solo porque trabajaba bien, sino porque le daba gracia salir de paseo llevando como cochero a un muchachito. Los cocheros viejos protestaban: “cómo van a mandar a la calle a este vejigo”. Pero a mi padre le gustaba que me pidieran. Antes de salir a un servicio me advertía que nunca bajara del coche delante de las autoridades para que así pudiera disimular un poco mi tamaño.
De todas maneras, por más preocupaciones que tuve, más de una vez llamaron al establo para que me fueran a recoger a alguna estación de policía.
Mi padre iba, pedía la multa, pero otra vez los clientes preguntaban por el cocherito y yo volvía a las riendas.
El primer encargo me lo dieron en el año 15. Mi padre le dijo a mi madre:
-Juana, hoy dale tarjeta a Machito.
Fue como si viera a Dios. Me alisté en dos minutos. El viaje era para la calle Monte, para dar servicio al entierro de una niñita, la hija de Chacho, dueño de la refinería de azúcar de Pardo. Por esa época, y hasta la década del 20, la costumbre era velar a los muertos en las mismas casas donde habían vivido. Ya después de este entierro perdí la cuenta de los viajes que di, aunque algunos se me quedaron estancados en la memoria por alguna razón, un percance, un mal o buen momento.
Un lugar que no se me olvida es el café La Diana, que estaba en la esquina de Águila y Reina. Era un café muy famoso y concurrido, se mantenía abierto día y noche. Allí fue donde aprendió a cantar Barbarito Diez. En el café tocó por muchos años Antonio Romeu.
Nosotros íbamos todos los días al café La Diana a recoger unos tanques llenos de sobras, que eran la comida para los puercos y las gallinas de la finca. La Diana era un recado que a nadie le gustaba oír. Un viaje sucio, pero necesario. Por culpa de un mal cochero que quiso huirle a ese servicio tan feo, tuve un altercado hasta con mi padre. Ese cochero vivía en mi casa, recibía todas las consideraciones, era como de la familia. Se llamaba Manuel Ortega, pero todos le decíamos Guerrilla. Mi padre lo llevó a trabajar al establo por quince pesos y la comida. Era mulato, tendría unos treinta y pico de años y le huía al trabajo como el ratón al gato ¿Que hacía falta meterle el brazo a algo? No contaran con Guerrilla. A él buscarlo en la sombrita, durmiendo, o cerca de la cocina. ¡Haragán hasta morirse! Dondequiera lo veías tumbado, zafando el cuerpo. Nada más se le podía mandar a viajes cortos. No fueras a mentarle la playa de Marianao, el Vedado, Palacio, Puentes Grandes, Guanabacoa, porque enseguida tenía una excusa en boca.
-Guerrilla, una diligencia a Columbia.
-¿A Columbia? ¿Tan lejos? ¡Qué va! ¡Se me planta el caballo!
¡Mentira! Quien se plantaba era él y luego le echaba la culpa al animalito que no podía defenderse.
Guerrilla le tenía tanto miedo al trabajo como si fuese él quien halara su coche. Si llega a nacer caballo, para lo que más hubiera servido era para tasajo.
Entonces iba pasándola muy cómodo. Mi padre lo dejaba hacer, hasta que un día le tocó dar ese viaje a La Diana por el rancho, y como para colmo, había un mal tiempo, se le ocurrió cambiar el turno conmigo. Yo sabía por dónde venía, pero así y todo le dije:
-Está bien. Yo voy a La Diana y recojo las sobras. Pero ya sabes que mañana tienes que salir por mí tempranito.
-¡Palabra de hombre!
Aquella noche se estaba cayendo el cielo a pedazos.¡Qué manera de llover!
Cuando salí de La Ermita eran como las diez y no veía lo que tenía delante de mis narices. El pobre caballo estaba asustado; nunca había visto tanta agua.
Los viajes a La Diana tenían que ser de noche, porque antes de las diez Sanidad no permitía esos servicios. Por ese rancho apestoso el café cobraba seis pesos al mes y había que traerlo como fuera; porque de eso dependían los animales de la finca, de los que también comía Guerrilla.
Esa noche cumplí mi parte de compromiso. Al otro día me despertó la sorpresa de que Guerrilla se sentía muy mal y de ninguna manera podía pagarme el favor.
Lo que pasó fue que esa mañana cayeron en el establo más solicitudes que nunca. La vida es así, todo el mundo llamando. Un montón de entierros, bodas, paseos, bautizos, diligencias, de todo. Castigo de Dios, porque el haragán trabaja doble. Sin querer había cambiado la vaca por la chiva. Pues Guerrilla no fue a ninguna parte. Lo que hizo fue plantarse. Le dio un mal repentino.
Yo salí. En definitiva el trabajo nunca me ha asustado, porque para asuntos de riendas, que me llamaran, y porque era el establo del Montañés, que no podía quedar mal con nadie.
Pero cuando iba por esas calles empecé a pensar que en este asunto también mediaba una cuestión de honor. No era solo un viaje más o menos, sino hacer o no el papel de comemierda. El colmo era dejarse poner rabo por un cochero como Guerrilla. Fui cogiendo vapor, y cuando regresé le dije:
-¿Y el trato que hicimos?
-Amanecí enfermo, Machito.
-Y no sales a trabajar.
-Qué más quisiera yo, pero no puedo.
-Pues no sales hoy, ni mañana, ni pasado, ni más nunca en tu vida sales a la calle con un coche de este establo.
Ahí empezamos a discutir, hasta que mi madre bajó para intermediar:
Caramba, Manuel, parece mentira que se ponga así con el muchacho después que él se empapó anoche buscando el rancho de La Diana.
Pero Guerrilla seguía plantado. Mentarle trabajo era como llevarle el gato al agua. Y ni delante de mi madre, a quien tanto le debía, cedió.
Guerrilla siempre se salía con la suya, estaba acostumbrado a que mis padres le dejaran pasar todas las majaderías. Fue a ver al Montañés, pero yo detrás.
Le hicimos todo el cuento, cada cual como lo sentía. Mi padre no le dio mucha importancia a aquello, pero yo sí. Entonces no me dio más salida que ponerlo a escoger:
-Si Guerrilla sigue en el establo, yo me voy de la casa.
El no esperaba eso. Y sabía que mi palabra valía más que la del otro. Además, yo tenía a mi madre de mi parte. Vamos, de parte de la razón.
Mi padre trató de ablandarme, pero no cedí. Al contrario. Por poco me entra a golpes por el berrinche tan grande que le monté esa mañana. Hasta que poco a poco empezó a comprender que aquello había sido una puñetería imperdonable.
Hasta ese día trabajó Manuel Ortega, más conocido por Guerrilla, en el establo de Ramón Fernández, más conocido por El Montañés. La calle estaba muy mala, pero él se lo buscó, por haragán y tramposo. Más pena me dio por mi padre, aunque él también salió ganando; yo no podía dejarme avasallar por un sinvergüenza.
La ropa se compra, el caballo se doma, un coche roto, se remienda, todo tiene remedio menos nacer sin honor. Saliendo Guerrilla por su puerta, mi padre cayó en la preocupación por el caballo Minuto, uno de los mejores que hasta ese momento estaba a cargo del Guerrilla.
-¿Y ahora qué hago, Machito, con ese animal?
-Pues dámelo.
-¿Usted no se ve muy chiquillo para querer manejar un caballo como Minuto?
-Haga la prueba, padre, antes de hablar.
-No tengo que hacer ninguna prueba, me basta con mirarte el tamaño.
-Si es así como usted mide a sus cocheros, se hubiera quedado con Guerrilla; y si no tiene en quién confiar, pues mande a Minuto para el potrero.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.