© Luís Adrián Betancourt.

Choferes contra cocheros

Nunca ligaron bien los coches y los fotingos. De eso, guardo muy malos recuerdos.
Yo perdí una carrera el día que enterraron a Rodríguez, alcalde interino que había muerto en los Estados Unidos y quiso descansar para siempre en La Habana.
El entierro de ese hombre lo hicieron en la primera carroza de motor que se movió en La Habana. Era un invento de camión forrado con paños negros.
Yo venía subiendo de la calle O´Reilly para alcanzar el cortejo por Albear, y en eso se me atravesó un fotingo nuevecito. Al ver aquello que le venía para arriba, el pobre caballo se azoró, se paró en dos patas relinchando. Nunca había visto un fotingo tan cerca, y encima de eso dicen que los caballos ven con aumento. Se asustó tanto el animalito que rompió los arreos, partió la barra del coche, acabó con medio mundo. Se hizo una herida grande. Tuve que ponerle como cuatro pañuelos para aguantarle la hemorragia. Y no contento con todo aquel desastre, el hombre peleaba porque le habían arañado el fotingo y había que pagar por eso.
Yo le dije: “pero ¿ cómo vas a aparecerte así por esa calle? Tú debiste pensar que no estabas solo en La Habana. Esto mismo, que podía venir un coche.”
El caso fue que se me fastidió el viaje. Ese día yo llevaba como pasajero a don Félix Raimundi. Perdí el peso que siempre me daba de propina. El establo perdió el viaje, la ocasión de servir a un viejo amigo de la familia, y lo que es peor, dio que decir. Eso era malo para la fama que, mala o buena, determina los marchantes.
Y lo que son las casualidades. Pasaron como veinte años y me volví a encontrar con ese hombre. Por poco no lo conozco. Ya estaba canoso, gordo, llevaba un brillantón enorme en un dedo. Andaba con suerte, trabajaba de sereno en el Banco Metropolitano. Me lo encontré en esa panadería de La Ceiba que está en Serrano y Santa Emilia. Enseguida lo reconocí. Me acerqué y le dije:
-¿Usted no es el mismo chofer que en la calle O´Reilly acabó con mi coche?
-¡Coño, compadre! –él también se acordó- ¡Así que fue usted el que me arañó el fotingo y se fue como si nada a atender a su caballo? ¡Ni por la Audiencia se portó usted para pagar su deuda!
-No proteste tanto, que ese día fue usted quien más daño hizo, me fastidió el coche, el caballo y la carrera, y encima está reclamando un arañacito.
-Cómo no voy a protestar, a usted lo citaron mil veces a juicio y nunca fue, lo que tiene que hacer ahora mismo espigarme lo que me debe.
-¡Lo que tengo que hacer ahora mismo es romperle la cara para que no se vuelva a meter con un cochero.
Y ahí mismo seguimos la bronca de O´Reilly, después de tantos años, y tuvieron que quitármelo de la rabia que cogí. Yo todavía era un muchacho cuando el choque. Nunca supe que me hubiesen citado a ningún juicio; pero, si me llegan a preguntar, lo que habría dicho era que entre cocheros y choferes no cabía la paz.
Por Ayestarán hubo un accidente de fotingo con araña. El fotingo era un Steward, que para mí fue de los mejores carros que vinieron a Cuba por esa época. Arrancaba por baterías y hacía cien millas por cinco galones de gasolina.
La araña era un cajón para sentarse el cochero, con dos ruedas nada más, parecidas a las que se usan en las carreras de caballos.
Por ahí todavía quedan guajiros que usan esas arañitas con las ruedas de goma. Con ellas se acostumbran los caballos a las faenas del tiro.
El accidente fue por el año 13. Venía el Steward por la calle Ayestarán, que para entonces era una avenida peligrosa, porque a cada momento se aparecía un fotingo a todo lo que daba.
Con la ola de fotingos que estaban entrando, había que orarse y sacramentarse antes de cruzar una calle abierta como esa de Ayestarán.
Ese día la casualidad quiso que Rogelio El Tuerto estuviese por ahí domando un caballo con su arañita. Le estaba dando trote como a las diez de la mañana y le salió de repente aquel Steward que venía de visitar a un enfermo en la quinta Covadonga.
El Steward rojo y blanco mató al caballo, desbarató la arañita, reventó a Rogelio El Tuerto, y después de llevárselo en claro, fue a parar al río. No se metió dentro del agua porque dio con un monte de caña brava que había delante.
Y lo que es la vida, el chofer del Steward salió ileso. Tampoco le pasó nada al que venía al lado de Rogelio en la arañita, Villamil, el mismo desgraciado que nos había envenenado los caballos. Pero al Tuerto lo desbarató.
En el año 16, ahí mismo en Ayestarán, mi hermano Pascasio iba saliendo con el caballo Minuto y lo cogió un camioncito que recogía ropas de tintorería.
Minuto salió muy mal del percance, de ahí fue a morirse al potrero. Un caballo tan noble y venir a morirse por la chapucería de un fotinguero.
Eso se vio desde el principio, que en la misma calle no cabían los coches y los fotingos. En el año 19, si no llega a ser porque toca el pito de auxilio un motorista ,me hubieran dejado muerto allí mismo en Carlos III y Ayestarán.
Me mataban a mí o a otro cochero, o a cualquier marchante, porque se armó una bronca tan grande, que todavía no sé de dónde salieron tantos hierros, tantas piedras y tantos palos, ni de dónde sacamos nosotros tanto resuello para pelear hasta llegar casi a las mismas puertas del cementerio de Colón.
La culpa fue de esos cabrones fotingueros, sobre todo de uno al que le decían Cheo, y su hermano Pancho Ballesteros, que eran enemigos jurados de los cocheros.
Ese día yo había ido a Zaragoza 28, al entierro de una tía del doctor Martínez Corpa, un médico que fue dueño de varias clínicas, de la que está en Reina, la de Nuestra Señora de Lourdes en Mayía Rodríguez, la de San Juan Bosco.
Cuando se dio este entierro, él todavía estudiaba medicina; y su familia estaba en el negocio de los camiones de hielo de La Tropical. Ellos tenían muchas amistades, así que fue un entierro lleno de coches y fotingos, que era como decir el aceite y el vinagre.
Yo me dí cuenta de que la cosa se iba a poner mala, demasiados fotingos y coches juntos. A pesar de todo, yo tenía buenas relaciones con los Ballesteros, por eso, para evitar problemas llamé a Cheo y le dije:
-Vamos a hacer una cosa, vamos a ponernos de acuerdo. Como ustedes traen fotingos y nosotros coches y caballos y el muerto va con caballos, no se presta que los fotingos vayan delante.
-¿Por qué, Machito, porque tú no quieres?
-No es cuestión de gusto, es que los animales se asustan.
-Pues vas a tener que darle tilo a tus caballos.
-No seas burro, Cheo, no ves que si por alguna razón el muerto para y los fotingos paran de golpe, los coches no tienen más freno que las riendas.
-Tú lo que quieres es meterte primero.
Tan fácil que era que nosotros fuésemos pegados al muerto y los fotingos detrás, todo el mundo cómodo y seguro. Eso estaba tan claro que hasta lo entendía un niño. Pero aquel hombre dijo que no.
-Entonces, ¿no nos entendemos?
-A tu manera no, a la mía sí. Y es que aquí va cualquiera, el que caiga, el que le toque, no el que esté a caballo como el muerto.
Y como no hubo razón que lo convenciera, salimos con ese entierro a la buena de Dios. Yo iba mal, encabronado por culpa de la terquedad de los Ballesteros.
Cuando llegamos a Tulipán, que entonces el tráfico era al revés, lo mismo que en La Rosa, vino mi hermano y me dijo:
-Macho, déjame entrar en la fila.
En primer lugar era un coche de La Ermita, en segundo lugar era un cochero parido por mi madre, pero así y todo le dije que no, que se fuera a formar fila como cualquiera otro, que si se metía, detrás iban a aprovechar los fotingueros, y con ese relajo no se sabía a dónde iba a parar el cuento.
Pero él cabeceó, empezó a meterse, y detrás a meterse los fotingueros; y ahí mismito reventó la discusión, las malas palabras, los insultos y las amenazas.
Cuando llegamos a Infanta para coger Zapata, ya aquello andaba del carajo para arriba.
No sé quién dio el primer tortazo, pero aquello se puso que parecía una guerra, y era eso, la guerra de los cocheros y los fotingueros.
A mí uno me quiso bajar del coche de un halón. Me rompió la librea; pero con la misma le grité:
-¡Ay, hijoeputa, tú vas a saber lo que es bueno!
Y metí mano a darle ballenazos por el lomo, pero con la parte del hierro, no con la ballena que es para los caballos. No digo yo si me soltaba. Todavía debe estarle doliendo.
Ahí no hubo muertos, porque un motorista empezó a soplar su pito de auxilio hasta que vino la policía a poner orden. El primer policía que llegó fue uno de a caballo. Esa bronca terminó en la Audiencia.
Mi pasajero era Vicente, dueño de un puesto de viandas. Cuando vio aquel enredo le dio por gritar:
-¡Para, Montañés, para!
Luego se atacó de los nervios. Decía que yo había sido el promotor de aquel pleito, que nunca más volvía a poner un pie encima de un coche, que los cocheros éramos más brutos que los mismos caballos.
No le respondí lo que se merecía porque ese día no estaba para hacerle caso a las majaderías de los marchantes, y seguí metiéndole caña a todo el que se me arrimaba. Un piñazo de Pascasio por poco deja tuerto a uno de los fotingueros.
A uno de los Ballesteros lo dejaron desbaratado.
En la primera parada que tuvimos, Vicente se me tiró abajo y me dijo que seguiría a pie, que quería llegar vivo al cementerio, que de ahí en adelante nada más montaría en tranvías, que a La Huerta no volvería a llamar.
Y pasado el tiempo visitó mi casa un pariente de mi mujer y me fijé que tenía la mano echa un garabato. Por curiosidad le pregunté:
-¿Y a esa mano qué le pasó?
-Esa fue una trifulca, vivo estoy de milagro.
-¿Una fiesta?
-No, un entierro. La mano es obra de un cochero rabioso.
-No sería en…
-En el entierro de la hermana de Martínez Corpa. ¿No le contaron cómo se acabó?
El mundo entero cabe en un dedal.

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.