© Luís Adrián Betancourt.

Los que siempre tienen la razón

Por los libros del Montañés uno se puede enterar de los rumbos que cogían sus carruajes, a quiénes llevaban y a dónde, qué iban a hacer y si presentaban algún percance relacionado con el servicio.
Para los bautizos se pedían casi siempre tres o cuatro coches, porque iban la madrina, el padrino, los padres, el niño y los invitados. Había que esperarlos a la puerta de la iglesia, y cuando terminaba la ceremonia, llevarlos de nuevo a las casas.
A veces una pobre criatura se enfermaba. El cura pedía coche para ir a su cama, y allí lo bautizaba en articulo mortis, porque si no, tenía problemas para entrar al cielo.
En las bodas, todo iba de blanco, los mejores caballos, con cejaderos de cadenas para que fueran sonando en la marcha, y después de inventados los acumuladores, también iban iluminados.
Los clientes pedían mucho ir a despedidas en los muelles, cuando embarcaba algún familiar o amigo; también paseos por la ciudad, visitas de cortesía, misas, funciones de teatro, hospitales y presentaciones al juez.
Lo que más coche pedía era el servicio funerario. Todos los días, cada cochero tenía por lo menos un entierro. En la Quinta de Jesús del Monte hicimos una contrata fija. Cada vez que tenían un muerto nos pasaban el aviso. Y eso era para tres o más coches, porque el amigo que no podía ir, mandaba a quien lo representara.
Cuántas veces mi hermano y yo tuvimos que ir a velar a un amigo de mi padre que estaba de cuerpo presente.
Cuando el muerto era persona importante o alguien muy conocido, el entierro llegaba a tener diez o doce coches. Hasta en la hora de la muerte a la gente le gustaba presumir. Era costumbre llenarse la boca con mucha vanidad para decir que a tal entierro habían ido tantos coches. Los entierros importantes llenaban de carruajes el cementerio y no todos podían entrar. Era un dolor de cabeza para el cochero y el caballo, sobre todo si era verano.
Los caballos llegaban sofocados. Algunos venían de muy lejos. De la Quinta Canaria a Colón era llegar echando candela, y si el cochero no le procuraba una buena sombra, lo más probable era que perdiera el viaje de regreso.
En medio del cementerio había una plazoleta con dos matas muy grandes y liondas que daban tremenda sombra. Una divinidad para el caballo, pero eso se copaba enseguida con los primeros coches.
Yo me mandaba hasta la Calle 8, donde había un álamo, y allí esperaba el tiempo que fuera, pero bien fresco y descansado.
Entierros famosos hubo varios. Por ejemplo el de Emilio Rodríguez, que había sido alcalde interino de La Habana. Dicen que se aprovechó del puesto, que metió la mano y después “espantó el mulo”. Fue a parar al norte. Con las ganas que tenía de verse otra vez en La Habana, había pedido que lo trajeran a enterrar a Colón si allá le llegaba la última hora. Y fue así, de cuerpo presente, que pudo regresar sin problemas, dentro de una caja de cobre que tendieron en el Ayuntamiento.
Otro entierro grande fue el de Digón, uno de los dueños de la firma Digón y Hermanos, banqueros y vendedores de seguros, que tenías las oficinas en Oficios 42.
Digón se mató en Cabañas, por la fiebre de los fotingos. Dicen que pusieron un letrero en la ceiba que le partió el alma. Se buscó esa muerte por gusto.
Andar corriendo fotingos con tanta plata que tenía, que, además de la oficina de la Habana Vieja y los bancos, era uno de los dueños de la fábrica de fósforos Comercial que estaba en Cañongo número 4.
Su entierro fue tan grande, que cuando yo iba por Reina y Belascoaín, ya venían otros de vuelta; y se pararon a decirle a mi cliente:
-Ni se moleste, que Digón ya tiene la tierra encima.
Y entierro sonado de verdad fue el de José Miguel Gómez en el año 21, cuando trajeron sus restos de los Estados Unidos. Ese fue otro que únicamente muerto regresaba tranquilo. Pero ni así lo dejaron descansar en paz, porque hasta la misma tumba lo persiguieron las desavenencias.
De él se dijeron barbaridades, pero el cuento que a mí se me quedó fue el de cuando vinieron los americanos a mandar. Vino uno de los grandes a verlo, y cuando se lo dijeron respondió:
-Que pida audiencia y coja turno como los demás.
Los entierros eran por Zapata, estaban prohibidos por 23; pero con José Miguel Gómez hicieron la excepción.
Se había muerto en Nueva York. A la semana lo enterraron, un domingo por la tarde.
Ese día yo llevaba de pasajero a un abogado que fui a buscar al Hotel Pasaje.
Era del campo, no conocía La Habana y nada más había venido para lo del entierro.
Cuando llegué a la esquina de Prado y Ánimas, me dijo un cabo de la policía que estaba cuidando el orden:
-A donde más cerca te puedes arrimar, si te apuras, es a la calle Galiano.
Traté de convencer al cabo de que me dejara adelantar un poco más, pero fue como si le hubiera hablado a una piedra. Le dije al cliente que la cosa estaba mala, y se conformó:
-No te preocupes, yo camino, y cuando me canse, te espero en cualquier esquina.
Cuando pude llegar a Reina y Galiano, allí estaba el hombre paradito esperándome. Volví a montarlo y seguimos con el entierro. El primer tiroteo fue en San Rafael y Galiano. El cadáver subió solo por Prado y cogió San Rafael contrario hasta Galiano y de ahí a la Calzada de Reina.
La carroza iba halada por cuatro parejas de caballos. El jardín El Fénix había echado flores en la calle, desde Hospital a Soledad y no dejaban que nadie pisara aquello antes del cortejo.
La refriega grande reventó ya llegando al cementerio. Tremenda bronca entre policías, soldados y políticos de todos los partidos. Cuando rastrillaron los fusiles, yo dije: “Macho, esta carrera más nunca la vas a olvidar”.
La gente empezó a treparse en el techo de la cafetería que está frente al cementerio y, cuando el dueño vio aquello, quería morirse. Salió a rogar que se bajaran, pero a esa hora nadie estaba para oírle, todo el mundo lo que buscaba era su salvación.
-¡Por su madre!-gritaba Teolindo Vázquez-¡ Me van a joder las tejas!
Pero mientras más tiros sonaban más gente subía al tejado. Teolindo creyó que se le iba a caer abajo el café. Y yo que venía ya por el terraplén del cementerio, vine a coger resuello en 8 y 27.
Todo aquel pleito vino de la política, del pique entre Zayas y Menocal; y de la policía, que no tragaba al ejército, ni el ejército a la policía. La bronca se debía a que el ejército respondía al país entero, mientras que los policías pertenecían a los municipios y algunos casi no tenían ni qué ponerse. El soldado estaba bien comido y bien vestido, y su caballo tenía mejor dieta que muchos policías.
Parece que por esas diferencias nació la manía de que la policía le diera mordidas a los comerciantes, de que se creyeran en el derecho de sacarle la tajada a cualquiera, y eso duró hasta el último gobierno de Batista.
Cuando se pudo parar aquella bronca del cementerio, todo el terraplén estaba lleno de sombreros, paraguas, zapatos. Mi marchante no quería ni asomar la cabeza, y de allá dentro me dijo:
-Arrea pa’l hotel.
¡Qué mal recuerdo debe haberse llevado de La Habana!
La marchantería del establo era enorme, ahí está en los libros de mi padre, de dónde y para qué pedían el coche. Podríamos pasarnos años hablando de cada uno, lo que fueron, las ocurrencias que tenían. Algunos eran muy conocidos nada más en su barrio o en su calle, pero otros hoy están en los libros o le han hecho una estatua o le han puesto su nombre a una avenida o a una escuela.
A Emilia Losada le llamaban La Castellana. Su marido, Máximo Villar, vino a Cuba por el año 11, contratado para trabajar en el alcantarillado de La Habana, y murió ciego. Emilia vivió hasta los 96.
El señor Patillas era un zapatero que pedía coches para Carlos III e Infanta.
Yo no sabía que era su nombrete, y un día le dije con todo respeto:
-Don Patillas, el coche que pidió.
La casa de Venancio estaba en Manrique 8 casi esquina a San Lázaro. Luego le regaló ese edificio a una monja para que lo convirtiera en colegio. A su hijo Narciso le decían Chicho, era abogado y con lo que dejó el viejo compró acciones de la cervecería La Polar, que estaba en Puentes Grandes.
Los paseos a La Polar eran lindísimos. Todavía por el año 30 llevaban marchantes al Patio Andaluz, a tirarse fotos en los jardines o al stadium.
Con el tiempo y las ganancias, Chicho Sierra hizo sociedad y se mudó para el local de Industrias con el nombre de Sierra y Martínez.
Otro que no se me olvida es Ramón Fonst el espadachín famoso. Las medallas no le cabían en la casaca y retaba a duelo a cualquiera sin pensarlo dos veces. El que tenía que pensarlo era el otro.
A Guillermo Lawton lo atendía mi padre en persona. Era gente rica, un caballero muy tratable, hacía muchos viajes. Su lado malo era el vicio del juego.
En una sola noche Laton dejó todo lo que tenía sobre una mesa del Summer Casino que estaba en el Country Club. Perdió todo su dinero, dicen que hasta hipotecó su residencia de Domínguez y Santa Catalina, al lado de un colegio de monjas.
La noche que se arruinó llegó a su casa, se bajó frente a la puerta principal, y cuando el chofer dio la vuelta para entrar por la calle de San Pablo, sintió el tiro. Corrió a ver qué había sido y encontró a Lawton muerto.
El nombre de Gregorio Lavín está en todos los libros de La Huerta. Yo lo llevé muchas veces al cementerio, no porque le gustara el paseo, sino porque ese viejo pertenecía a la asociación de comerciantes y su misión era cumplir en todos los entierros en nombre de los asociados. Por eso se pasaba la vida dando carreras de un funeral para el otro.
Su casa estaba en Inquisidor y Sol. Yo le serví muchas veces con el caballo Caramelo, el más manso y tranquilo de La Hermita, de ahí salió su nombre.
Otro que llamaba para coches era el zapatero José Bulnes, hombre alto y grande como un caballo. Vivía en Calzada del Cerro y Zaragoza, y el taller lo tenía en la calle Peñón.
Bulnes era bueno en su oficio, sus zapatos llegaron a ser famosos, pero no progresó por eso, sino porque consiguió un contrato con el ejército. ¿Usted sabe lo que es asegurar zapatos para tanta gente? Por muy barato que los vendiera se hacía rico.
Se buscó a buenos zapateros, le metió mano, se puso las botas con este negocio.
Don Leoncio Salas era un don Juan Tenorio muy engreído, maestro de obra, buen albañil, pero un poco zoquete. Yo ni lo trataba pese a que vivía en mi casa.
Esa gente que mira por debajo del ala del sombrero mientras se acaricia la punta del bigote, ya se sabe lo que va a dar. Pero en honor a la verdad, era más apariencia que otra cosa. Con los años se le apaciguó la arrogancia, tuvo dos hijos muy buenas personas, que de mayores trabajaron en periódicos, fueron tipógrafos de los talleres de El Mundo, La Marina, El País. Uno de ellos, Genaro Salas es mi ahijado, y si está vivo debe andar por los ochenta.
Don Félix Raimundo era el bodeguero de Ayestarán 20. Ahí comprábamos nosotros, porque esa bodega estaba siempre bien surtida, casi como un almacén.
Íbamos con un coche nada más para eso y lo cargábamos de morcillas, un bocoy de buen vino español, un saco de arroz Cinco Estrellas, manteca, tocino, bacalao noruego, alcohol, harina, sal, tasajo, huesos de jamón, azúcar. Era el consumo para todo el mes.
Y en Tulipán 12 estaba la casa de los Zayas, marchantes de mucho tiempo, uno de ellos más borracho que el carajo. Cada vez que me tocaba servirlo se acababa en fandango.
Ese Zayas era un atravesado. Le encantaba ir contra la corriente. Si por ahí andaba alguien diciendo sí, él salía con no. Se vestía de crudo y con sombrero de pajilla cuando todo el mundo andaba con bomba; y no era un problema de moda, sino ganas de joder y llevar la contraria.
Pedía coche para cumplir con un entierro, pero a la puerta de Colón no llegaba. Nada más hacía salir de Tulipán y me avisaba:
-¡Para en la esquina, cochero!
Se bajaba muy serio, se metía un cañangazo. Volvía a montar.
-Dale
Cuando llegaba a la otra esquina volvía a hacer la misma gracia y así se metía todo el viaje. La bebida iba quitándole las ganas de cumplir. Hasta que casi llegando a la casa del mortuorio, medio borracho ya, me decía:
-Oye, cochero, ya este pobre se jodió, y por mucho que lo lloremos no va a resucitar. Así que mejor dale para donde haya una buena cantina, que yo invito.
A Cosme de la Torriente, secretario del Exterior, lo servía personalmente mi padre. Al principio lo recogía en los altos de Calzada del Cerro 422, y después se mudó para Malecón y Campanario.
De los clientes siempre se aprendía algo nuevo, uno los iba conociendo a partir del tercer o cuarto viaje. Una mañana fui a leer mi tarjeta de cochero y me tocó ir a buscar un personaje que mejor ni digo el nombre. Por la tarjeta era “teatro y esperarlo”. Salió a la calle muy elegante y perfumado, pero sin su mujer. Pensé que a lo mejor ella había visto la obra, o no le gustaba el teatro.
El se montó muy contento, silbando.
-Dale
-¿A cuál teatro lo llevo, don...?
-¿Quién dijo teatro, cochero? Esta carrera es de rumba, de buena propina y de punto en boca.
El teatro era una china de la comparsa de Pubillones.
Y como el cliente siempre tiene la razón...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy divertido sobre todo oir hablar de mi familia en el Cerro

Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.