© Luís Adrián Betancourt.

El ejército a caballo

El ejército montaba buenos caballos, tenía tres pelotones con alazanes dorados y negros, educados casi como cristianos. Sabían nadar, bailar, llevar diferentes pasos de desfiles, saludar. Se paraban en dos patas y, movidos por las riendas del jinete, lo ayudaban en su tarea de soldado.
Atentos a la señal del amo, de manera que solo ellos dos se enteraban, golpeaban con los cascos, empujaban con el cuerpo, acorralaban, y si era necesario, -siempre respondiendo a la orden de la rienda-se le echaban encima al pinto de la paloma.
La escolta del Presidente montaba unos caballos especiales, altísimos, metían miedo cuando andaban por el Prado en marcha de ataque o cuando marcaban el paso en un desfile con el Presidente.
Si había que romper una manifestación, entrar a la fuerza a un local de sindicato, acabar con una huelga, desbaratar a un grupo de protestotes o limpiar la calle para que el Presidente circulara, esos caballos se bastaban.
El ejército importaba esos caballos a montones, por cientos, llegaban vapores desde los Estados Unidos, de los potreros de Texas y Kentucky. Eran retintos, dorados, con aires de gran caballo; pero algunos se morían sin llegar a aclimatarse, a consecuencia de los calores del trópico. La mayoría, gracias a la dedicación, pasaba poco tiempo después al servicio militar.
Los soldados y los oficiales aprendían equitación en escuelas de Estados Unidos, pero yo supe de un jinete de la guardia del Presidente, en la época de Gerardo Machado, que fue a entrenarse a escuelas francesas. Allá enseñaban a los caballos a marchar con mucha arrogancia, correr al galope, trotar a la inglesa, brincar por encima de palos atravesados, de charcos y fangueros.
Hasta a bailar enseñaban a esos animalitos.
Al soldado que le entregaban uno de esos caballos, no le esperaba nada fácil.
Sabía que además de enseñarle todas esas marchas que se estilaban en Francia, tenía que aplicarle lo de la escuela cubana, que era cargar contra la gente, romper grupos, arrollar.
La Guardia Rural se basaba en parejas de jinetes. A la voz de “ahí viene la pareja” el jorobado se enderezaba y el loco se volvía cuerdo.
Al principio los animales llegaban cerreros, pobrecitos, extrañando sus yerbas y sus praderas y el clima fresco. Aquí había que darle picadero, enseñarlos, ejercitarlos, y cuidarlos y alimentarlos como a un niño. El jinete que estaba a cargo de uno de esos caballos no salía del establo. Lo pelaba, lo bañaba, le daba las medicinas, la comida, cada alimento pesado para no darle de más o de menos.
Uno de esos soldados que se quejaban de la vida dura del cuartel le dijo a su capitán que era un hombre bonachón y antes había sido veguero:
-Con todo respeto, capitán, estos caballos están mejor atendidos que nosotros.
-Es que nos cuestan más caros-le dijo el oficial y no estaba mintiendo.
Los caballos del ejército también se usaban en carretones, para acarrear cargamentos de balas, cañones. La Cabaña movía toda la artillería de monte con mulos. Delante iba un caballo con gangarrias dirigiendo la ruta. A mí nunca se me perdió nada en ese castillo. No me gustaba llevar gente allá, porque para llegar había que fajarse con una loma muy pesada que no todos los caballos entendían. Pero entonces un pariente mío que era soldado, tuvo problemas, cayó preso, y me vi en el compromiso de ir a verlo a cada rato.
Ese pariente mío le manejaba a un capitán que era malo como un diablo. En su propio carro no dejaba montar ni a su mujer ni a su hija. Decía que eso no era suyo, mucho menos de su familia, que se empezaba por usar un carro del gobierno y se terminaba llevándose a Cuba dentro de un fotingo.
Pues un día ese capitán le encargó a mi pariente que fuera a echar gasolina al cuartel de San Ambrosio, y como era su costumbre, le advirtió que no podía montar a nadie, ni a un general si se lo pedía.
Cuando estaba en camino vino un teniente y le dijo que lo llevara. Mi pariente le explicó que se lo tenían prohibido, pero el oficial insistió:
-Es una orden –le dijo.
-Por su madre, teniente, si lo llevo sé que me van a castigar.
-Y si no me llevas también; entonces el problema va a ser conmigo.
Al ver que el teniente no entraba en razones, mi pariente pensó que tal vez con un poco de suerte el capitán no se enteraría de que hizo un viaje no autorizado. Pero ni modo. Alguien se lo dijo al zoquete, y su pobre chofer fue a parar al calabozo.
Este capitán estaba al frente de la zapatería que el ejército tenía en Rancho Boyeros. Su carro era un Buick. Todo el mundo le tenía odio a él y a su máquina. Lo estaban cazando para cobrárselas todas juntas. Y cuando Machado salió huyendo, el cocinero se puso los grados de capitán de su jefe y también se quedó con el Buick, al que le estuvo dando leña por toda La Habana hasta que terminó hecho un merengue.
Este capitán y otros se metieron en el Hotel Nacional y ahí se fajaron guardias contra guardias. Hubo hasta cañonazos y barcos de guerra. La furnia de la calle 23 se llenó de muertos y heridos. A los que cogían presos los ponían contra la pared y los fusilaban sin juicio. Pero el capitán de este cuento salió bien, nada más cayó preso.
Un día tuvo un percance con mi cuñado, un gallego genioso que trabajaba en una casa americana de Tulipán y Cerro, un lugar donde vendían puntillas, clavos y cosas relacionadas con las zapaterías.
Mi cuñado tuvo que ir al taller del ejército a hacer una diligencia y le tocó en suerte encontrarse con ese hombre tan atravesado.
El capitán lo miró de muy mala manera, se le paró delante y le dijo:
-A esta fábrica del ejército no se puede entrar si no es de cuello y corbata.
-Pues yo no uso cuello ni corbata –dijo el gallego endemoniado como estaba- y no tengo necesidad de entrar a este taller de mierda, si quieren puntillas vayan a comprarla a la puñeta.
El hombre se puso como loco, a gritarle órdenes.
-Usted mandará a sus reclutas –le dijo mi cuñado- no a mí, que el ejército ni me va ni me viene.
Y nunca más le vieron un pelo por esa fábrica.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.