© Luís Adrián Betancourt.

Los policías republicanos

En los primeros años de la República, hubo policías cubanos y también gallegos; y hasta uno francés conocí. Descontando a los americanos que vinieron sin invitación, eran extranjeros contratados por sus conocimientos, por estar radicados en Cuba y por ser personas de ley y orden.
Bota fue un catalán policía de a caballo, en cualquier esquina se aparecía pitando. Tenía un ojo aquí y otro allá y nada se le iba. Si alguien estaba maquinando un mal y oía el pito, arrancaba:
-¡Huye, que viene Bota!
Un policía chino le alquilaba coches a mi padre para ir a los juicios o hacer citaciones. Cuando a ese chino le tocaba la posta de Ayestarán, había que santiguarse dos veces para salir de La Ermita, porque no perdonaba ni al cochero que tanto le servía. Un día uno, tratando de quitarse de encima la multa le dijo:
-Yo a usted lo llevo mucho, ¿no me conoce?
-Tú lleva a mí, yo paga a ti –le respondió el muy cabrón- ahola yo solplende a ti, tú paga a mí.
Ese chino era buen jinete, dueño de un caballo colín (al que le faltaba medio rabo). Donde último lo vi prestando servicios fue en el Vedado.
La policía tenía los mejores caballos, lo mismo que el ejército, y una herrería propia. Antes de subir Machado al poder, la policía era municipal. Regla tenía la suya, Guanabacoa la suya; todos los pueblos administraban su estación, que respondía al alcalde que le pagaba.
Como la capital fue siempre la capital –y desde Colón a Fidel Castro eso nadie lo ha podido cambiar- los policías mejor vestidos, mejor comidos, mejor montados y mejor pagados, eran los de La Habana. Se distinguían a la legua nada más por la tela del uniforme. Machado los unió a todos en un solo cuerpo, el de la Policía Nacional, porque así los contentaba y los tenía más controlados.
El uniforme era azul con una raya blanca en la pierna.
Lo de unir a los policías en un solo cuerpo no fue invento de Gerardo Machado.
Eso venía de más atrás. Aquí llegaban modas para las ropas y también modas de cómo administrarse. Una vez se pusieron de moda los alemanes. Tenían fama de saber organizar mejor que nadie un país y empezaron a imitarlos.
Si había un magnate de algo, a ese le llamaban Káiser. A Constantino Meano, un cambista de dinero que hacía negocios en grande en Monserrate y Obrapía, cuando empezó a hacerse rico, le colgaron enseguida el nombrete de el Káiser.
En el año 22 lo asesinaron cerca del puente de Almendares, que entonces era campo. Seguramente le hicieron una trampa, le propusieron un buen negocio y era para robarle.
Los primeros policías de tránsito que hubo en Cuba, por los años 19 o 20, usaron polainas y cascos de pararrayo. Le decían así porque terminaban en una punta como el de Káiser alemán. Por ahí deben de quedar gente que usó esos cascos después de la guerra del 18. Yo tuve amigos motoristas que fueron policías de pararrayos.
El primer policía que usó ese uniforme, según cuenta la gente, fue el padre de Amado León, el que tenía guaguas en la ruta 58.
Había un reglamento para la conducción de los carruajes. Guiándose por él los policìas multaban; pero yo nunca lo tuve en mis manos, no lo leí, ni falta que me hizo. Los únicos problemas de tránsito que tuve fueron a causa de manejar coches con poca edad. Por muy derecho que anduviera, si me veían me bajaban del coche y me llevaban para la Décima Estación en 29 y A. Mi padre tenía que ir allí a reclamarme; porque según ellos, era muy chiquillo para andar ya de cochero, y el coche lo mandaban para los fosos que estaban en Campanario y Belascoaín. Había que pagar para sacarlos.
Las armas de aquellos policías eran tres: un palo bien duro, un revólver y lo que más miedo metía a choferes y cocheros: las multas. Por cualquier cosa te pegaban una.
Multa por salirte de la fila de coches, multa por arrimarte mal a la acera, por no dar timbre en la esquina, por no ir por la derecha; y aunque ahora parezca mentira, también abundaban las multas por ir a exceso de velocidad.
Un problemita que siempre nos estaba mortificando era el de los faroles, que había que llevar encendidos de noche. Los trabucos, por buenos que fueran, se apagaban con el primer vientecito que soplaba, y ahí mismo, cuando menos lo necesitabas, llegaba el policía. Y ¡multa por ir apagado!
Con los primeros fotingos, se usaron faroles de luz brillante; pero era el mismo caso, que cualquier airecito lo apagaba. Como el policìa sabìa eso, estaba siempre a la caza, escondido en cualquier esquina, y cuando menos te lo esperabas oías el grito:
-¡Arrímate ahí, que te pesqué! ¡Voy a ponerte una multa!
-Pero, ¿por qué, vigilante?
-Porque el farol no viene encendido como dice el reglamento.
-¿No ve que el viento los apaga?
-¿Y qué quiere usted, hombre? ¿Qué le pegue la multa al viento?
No había manera de convencer al policía. Lo suyo era poner la multa; porque si regresaban en blanco a la estación, el capitán les preguntaba:
-¿Para qué te metiste a policía, carajo, si no sabes ni poner una multa?
Abundaban los accidentes, un choque, un arrollado; porque el coche cogía su velocidad, y además, cocheros chapuceros había, que metían un contenazo, se subían a una acera o se enredaban con otro coche en la esquina.
Podía ser que, a pesar de todos los cuidados, un caballo se volviera loco, le diera por correr y se desbocara. De ahí venía el vuelco del coche. Hasta muertos había. Por suerte eso no pasaba todos los días.
Cuando Félix Andrade le hizo la guerra a los timbres, al otro día empezaron los choques y los arrollados. Los timbres eran un aviso necesario. Parar a riendas la marcha de un caballo no era tan fácil como pisar el pedal del freno en un fotingo.
El alcalde no sabía dónde meter la cara. Al fin y al cabo tuvieron que volver a autorizar los timbrazos y los ruidos. Pero ni así terminaron los accidentes, porque la causa mayor era la oleada de fotingos que se desató en La Habana.
En los choques siempre salían perdiendo los cocheros, los coches y los caballos. Era hierro y lata contra pellejo y lona. Los fotingos desguasaban a los coches con tremenda facilidad; aunque ellos también cogían su parte cuando les daba por correr. En cualquier curva te encontrabas un fotingo con las ruedas para arriba. En la carretera, decir curva era decir muerte. Las curvas se recordaban por la gente que había muerto en ellas.
Los policías de tránsito tenían su cuartel en Prado y Malecón. Las jaulas que usaban para trasladar presos eran carruajes bien cerrados, halados por mulas, lo mismo que la bomba contra incendios.
Cuando llegaron los fotingos, los policías tuvieron que motorizarse. O soltaban los caballos o se quedaban atrás. Por el año 8 el Ayuntamiento de La Habana compró motocicletas Peugeot a Francia. Eran bonitas, de dos cilindros, las usaban nada más en las calles importantes.
A los inspectores les dieron las primeras cuñitas Ford que llegaron y les pusieron a un policía de chofer. Tenían que ser esclavos de sus cuñas, las cuidaban como a niñas bonitas. Tanto, que en el gobierno de Machado todavía rodaban. Los comandantes se movían en ellas.
Los policías también recibieron unas motos muy buenas, de la marca Harley Davidson, que distribuía José Presas en la calle San Lázaro.
A la policía también le dieron unos camioncitos abiertos atrás y con hileras de asientos. En ellos llevaban a los pelotones a todas las postas de La Habana.
Antes de Machado, la fama de policía malo se cogía porque pegaba multas con mucha facilidad o le gustaba trancar el tránsito. No digo que no hubiera un señor policía que asesinara o golpeara, pero no era lo que se veía en la calle cada día. Con el tiempo los hubo peores que los propios delincuentes.
Policías de mala fama fueron los “expertos”. Esos cabrones no tenían vida con nadie, eran expertos en el abuso. Vestidos de paisano, sorprendían a mariasantísima.
Había un “experto” que se llamaba Fernández de Lara y era enemigo particular de todos los choferes. Para él meter una multa era igual que tomarse un vaso de agua. Y siempre tenía sed. No le hacían falta muchos motivos para meterle por la cabeza a cualquiera una multa de treinta pesos.
Fernández de Lara se paraba todos los días frente al capitán Sed y empezaba a zumbar multas de treinta pesos, una detrás de la otra; y contentísimo, porque esa era su vida.
Según razones, con ese jueguito se metía en el bolsillo todos los días cientos de pesos que no iban al fisco, porque este Fernández de Lara estaba en combinación con otro bandolero que era sobrino del presidente Oscar Zayas.
Este Zayas era el juez del Cerro, y ahí tenía montado el negocio a costa de los propios choferes. Los años que estuvo en el poder su tío, se los metió él como juez en el Cerro y cobraba comisión por las multas.
En la jurisdicción de Oscar Zayas, los “expertos” tenían vía libre para cometer todas esas inmoralidades. En su territorio hacían y deshacían, porque se consideraban respaldados.
De la esquina de Tejas para acá, Puentes Grandes, todo eso era su jurisdicción. El”experto” te cazaba y te decía:
-Arrima, que te pusiste fatal.
Cuando te enseñaba la chapa, ya sabías que aquella era una causa perdida, que si reclamabas saldrías peor.
Vicent era menos injusto con las multas, lo mismo que Del Cristo, que estaba en Picota y Acosta, y era muy severo, aunque sin salirse de la línea.
El que Del Cristo manejaba y nadie podía venirle con un cuento porque se los sabía todos. Conocía calle por calle de toda su jurisdicción. Si le traían a uno con el invento de que le habían chocado el fotingo en la alcantarilla de Revillagigedo, enseguida le disparaba:
-Usted es el culpable, ahí tiene que parar, porque hay una línea de ferrocarril.
El Cerro era un infierno para los choferes, por esa combinación del jefe de la, el juez y los “expertos”. Tanto abusaron que, cuando Machado llegó al poder, su primer plumazo relacionado con el Cerro fue para botar a ese juez.
Oscar Zayas salió en coche, no le quitaron nada, no lo metieron preso; al contrario, ese dinero que sacó de su mandadera debe haberle servido para entrar en el negocio del Diario de la Marina, o después cuando abrió el periódico Avance.
Al final de su gobierno, sobre todo, los policías de Machado hicieron horrores. Ahorcaron inocentes, les dio por matar y torturar. Se buscaron tanto odio, que cuando tumbaron a Machado, la gente los cazó como a ratas. Los perseguidos se volvieron perseguidores.
Al coronel Jiménez, jefe de la porra, de tanto odio que le tenían, querían matarlo hasta después de muerto. Estaba por Prado y Virtudes. Se escondió en la botica de Lorié y, cuando se vio perdido, empezó a tirarle a todo Edmundo, hasta que un soldado lo mató.
A los de la porra los arrastraron por las calles de La Habana, los ahorcaron en los postes, quemaron sus fotingos, arrasaron sus casas. Machado buscó la manera de huir y los dejó a ellos embarcados.
De Palacio sacaban los toneles de vino rodando, las botellas, los puercos. El barbero de Machado tenía un teatro de relajo que la gente desbarató.
Claro que también hubo policías muy decentes, algunos fueron amigos míos, eran incapaces de abusar de nadie, mucho menos de matar. Los hubo mambises con vergüenza, porque mambí fue Machado pero no la tenía; policías de verdad, que se pusieron el traje para servir a la justicia, no para vivir de él.
En el Cerro, el capitán Plácido Hernández fue policía los cuatro años de Zayas; y no cayó en escándalos, no se hizo rico, no abusaba de la gente, ni tenía privilegios, nadie nunca pudo señalarlo con el dedo.
Había sido brigadier mambí. Cuando se le acabó la guerra, a él no se le acabó el patriotismo. Se ganó la fama de ser muy recto, justo y honrado, pero como él había pocos.
Eso sí, a cualquiera lo paraba en el medio de la calle y le mandaba a abotonarse la camisa. Los borrachos tenían que andar derechitos con él, y la borrachera seguro que la pasaban detrás de las rejas. Pero con las personas que cumplían con la ley Plácido era todo un caballero.
Recorría la ciudad a pie, lo mismo de noche que de día, y si sorprendía a un vigilante dormido en la posta, le llevaba el fusil. Si entraba en una estación de madrugada y encontraba al carpeta dormido, le llevaba el libro. El que se despertaba en una guardia sin fusil o sin libro, lo que quería era morirse; porque después venía él pidiendo cuentas claras.
El caso del general Armando de la Riva fue otro que debía tenerse como ejemplo de policía decente. Dicen que de la Riva fue el general más joven de la guerra, y que, por cierto, no le regalaron los grados.
A pesar de su edad tuvo altos cargos en la República, fue jefe de la Policía en La Habana, presidente de la Audiencia en Camagüey y embajador cubano en México.
Se empeñaba en hacer bien las cosas. Sus policías tenían que andar al hilo. El que no le cumplía iba preso. Por esa manera de ser fue que se buscó enemigos y atravesados, hasta que le prepararon una emboscada para matarlo.
Cobardemente, ni siquiera esperaron a que anduviera solo ni le presentaron el frente.
El caso era que De la Riva se había cuadrado cuando el problema de las casas de juego. Unos pensaron que teniendo de su parte a la Policía, podrían hacer y deshacer; pero él no entró en ese cambalache.
Una sola palabra suya lo hacía rico, diciendo sí además se evitaba muchos problemas y enemigos. Nadie se iba a poner bravo si cada cuál cogía su tajada.
De la Riva nada más tenía que hacerse el ciego y agarrar su lasca. Eso era lo que casi todo el mundo hacía. Tanta era la desvergüenza, que, por el año 6, La Política Cómica, un periódico que se dedicaba a sacar los trapos sucios desgobierno, publicó la caricatura de una gorra de policía llena de dinero producto del juego.
Pero De la Riva nunca entró en ese reparto, decía que no había ido a la Guerra de Independencia para eso y su manera de actuar le costó que lo mataran.
En el Paseo del Prado había uno de esos casinos de juego muy lujosos, hecho para que los camajanes fueran a apostarse la plata y quién sabe qué más.
Estaba contra la ley; pero ellos decían que no, que aquello no era un garito, sino un círculo político, ese era el escudo. Un día De la Riva descubrió todo aquello; fue y les dijo:
-¿Aquí por casualidad viene la gente pobre a jugar y a probar suerte?
-¿Con qué fondillo se sienta la cucaracha, general? Aquí se juega dinero, y también se discute de política.
-Se jugaba y se discutía, porque esto se cierra ya. Ahora van a estar parejos, los pobres que no tienen con qué y ustedes que no tienen dónde jugar, ¿qué les parece?
Esa casa de juegos era sostenida por otro general, Ernesto Asbert, un tipo bocón, muy echado pa’lante. Era gobernador de La Habana y había participado en la Guerra de Agosto. Cuando salió gobernador se confundió, se creyó que había salido Presidente de la República, o quería imitar a los antiguos Gobernadores Generales, el caso fue que se le metió en la cabeza levantar un palacio de Gobierno en Aguiar y San Juan de Dios. Lo menos que se esperaba era que se le iba a encrespar un simple jefe de policía. Cuando vio que no podía arreglarse a las buenas con él, se le ocurrió matarlo. La culpa no fue toda de Aubert, también hubo intrigas, gente que le daba cuerda, por conveniencias personales, gente que simulando ser sus amigos, sin embargo le estaban serruchando el piso, pues si se enredaba en un buen escándalo, por bien que saliera no llegaba ala presidencia, que era lo que más perseguía, y por eso desde gobernador ya estaba soñando con palacios.
Fue en julio de 1913, De la Riva venía en su coche halado por dos caballos que tenían la cola muy larga y bonita. Ese día andaba de paseo. Con él venía el capitán Campiña, su hijito y otro muchachito. Lo menos que esperaba era que iba a ser asesinado. De haber pensado en su muerte no habría salido con los niños.
Cuando pasaron por Animas, que era donde estaba la casa del litigio, ahí mismo le tiraron. El general Ernesto Aubert y el representante por Matanzas Eugenio Arias fueron los que dispararon a De la Riva, y el senador por Camagüey Vidal Morales le tiró al capitán Campiña. El muy maricón, en lugar de batirse por su jefe como era su deber, salió corriendo y se metió detrás de una columna y se quedó ahí esperando a que pasara todo.
Esa gente no anduvo creyendo que hubiera niños de por medio.
Yo tengo por ahí recortada una foto del general De la Riva, porque lo admiraba mucho. Me dio lástima que muriera tan joven, por querer arreglar el mundo él solo. El sabía que por eso lo iban a matar, pero seguramente no pensó que lo harían cobardemente mientras paseaba a los niños. Un hombre el cual las balas españolas habían respetado en la manigua, vino a caer por la mano de un compatriota ambicioso.
Al otro día del tiroteo, muchos coches nuestros fueron al entierro del general De la Riva. Muchos habaneros estaban tristes. Hubo mujeres que lloraron de pena, pero hubo gente que lo celebró, sobre todo aquellos que querían dar rienda suelta a los casinos y las ruletas hasta convertir a La Habana en un garito.
Los asesinos fueron condenados, Menocal fue el que más salió ganando con esta sangre derramada; porque se quitó de encima a Aubert, que iba a ser su contrario en las elecciones. Y de paso se quitó del medio al joven jefe de policía decidido a no corromperse.
Qué triste final. Todos habían peleado juntos en la manigua por la misma causa, como patriotas, y ahora se mataban unos a otros por los privilegios o por un puesto en el gobierno. Y total para qué, pronto vino el perdón para los asesinos. Los garitos, en lugar de cerrar sus puertas, se esparcieron por toda la ciudad. Eso sí, para los pobres inventaron la bolita, donde los policías siempre ganaban. Y el muerto al hoyo y el vivo al pollo.

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.