© Luís Adrián Betancourt.

Tranvías

Eran bonitos los tranvías, alegraban las calles, yo llegué a montarlos nada más por dar un paseo de noche. Y siempre les agradecí que por ellos llegaran a conocerse mis padres.
Nunca debieron quitarlos. Eran un adorno en La Habana. Esa fue una de las pocas cosas buenas que nos trajeron los americanos con la intervención. Esto se llenó de carros y líneas. Las oficinas estaban en Reina y Ángeles.
Los tranvías no se metían con nadie, no estorbaban a los coches. Ellos iban por su camino, de su línea no se salían, tenían que venir a chocar con él, o atravesarse para que hubiera un accidente.
Eso sí, para manejar detrás de un tranvía, no le quedaba otro remedio que encomendarse a su suerte y esperar, así tuviera que meterse desde Palatino hasta la Esquina de Tejas detrás de un tranvía.
En la calle 23 raramente había un choque, porque ahí el tranvía paraba en todas las esquinas; y lo que llevaba detrás era una hilera de fotingos haciendo lo mismo, nada más esperando el primer chance para irse adelante.
Una vez iba yo por Obispo y me tocó delante un tranvía. El pasajero estaba apurado, daba con el bastón, se puso impertinente.
-Pero señor –le dije-¿qué quiere usted, que me baje y quite el tranvía de la línea?
-¡A pie llego primero! – me respondió y se fue.
Pero así y todo, yendo por su línea y despacio, de vez en vez atropellaba el tranvía a un entretenido. Ese fue el caso lamentable de Juan Pedro Baró, un hombre muy rico, dueño de una manzana entera en 17 y Paseo. Tenía ingenios, era terrateniente, dueño de muchas propiedades, ¿de qué había que preocuparse con tanto dinero?
Yo no sé en qué venía pensando cuando lo mató el tranvía. En el testamento le dejó a su cocinero una pensión vitalicia de 150 pesos que cuando aquello era dinero.
A cada rato ese cocinero le decía a algún amigo:
-Y pensar que todo lo que tengo se lo debo a un tranvía.
Ingrato. A quien debía agradecérselo era a Baró. Pero lo que es la vida, al poco tiempo a él también lo mató un carro de la misma línea. Lo que el tranvía le dio el tranvía se lo quitó.
Y otro hombre de dinero –el dueño de la Casa de las Semillas en la calle Obispo y del jardín que estaba en Domínguez y Santa Catalina-cuando se murió, dejó por herencia a sus criados jamaicanos que no les podía faltar empleo mientras quedara un centavo de su fortuna.
Pero volviendo al tema de los tranvías: por Palatino pasaba uno que le daba la vuelta a la fábrica de cerveza La Tropical, dejaba a los trabajadores y salía otra vez a la calzada rumbo a La Habana.
Había otra línea, Cerro-Muelle de Luz, que pasaba por la Aduana y por un puente elevado de hierro y madera que daba paso a los camiones de los muelles.
En los meses de verano se repletaban los tranvías de la línea Playa-Estación Central. Gracias a esa línea de tranvías la calle 23, que moría en J, llegó hasta donde es hoy.
Había línea de tranvías a Luyanó, Jesús del Monte, Lawton, Malecón, Vedado, en toda la ciudad había rutas. En algunas calles viejas todavía se pueden ver los rieles sembrados.
Cuando más contentos estábamos con los tranvías otro cambalache de los políticos y los millonarios le dio paso a aquellas guaguas enormes, blancas, que les decían “las enfermeras”; y fue la Compañía de Autobuses Modernos, con guaguas de la marca inglesa Leyland la que acabó con ellos.
Esas guaguas no estaban hechas para La Habana, se montaban encima de las aceras, acababan con los postes de las esquinas, y cuando a un chofer le tocaba meterse por un barrio de calles estrechas con esos monstruos ingleses, hasta de
la Reina Isabel se acordaba.
La competencia de las guaguas con los tranvías fue cosa de mucho tiempo.
Las primeras guaguas fueron de madera, propiedad de Pedro Antonio Estanillo, haladas por unos mulitos chiquitos, pero fuertes, traídos de México.
Por el año 27 vinieron los auto – car americanos de dos cilindros. También hubo guaguas de dos pisos, otras sin techo; y por el año 28 vinieron unos Mack rojos. Los choferes de estos carros usaban gorra militar y guantes blancos.
Debieron haber dejado al menos un carro del tranvía como recuerdo.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.