© Luís Adrián Betancourt.

Los cocheros

La mitad de los cocheros que circulaban por las calles de La Habana eran unos borrachines empedernidos y unos saltimbanquis. Andaban a fuerza de peraltazos y se cambiaban de coche y de establo más que de camisa.
Cuando mi padre daba con uno bueno, lo cuidaba más que al caballo, que es mucho decir, pero no tenía paz con los descarriados. Si alguno iba para el Juez Correccional, allá iba él a dar la cara por su empleado. No siempre el problema con la ley era de establo, pero de todas maneras mi padre lo sacaba del apuro.
Después, en La Ermita, el juez era él.
José López Salgado, El Chino, era un cochero de primera, pero su lado malo era que trabajaba a base de Peralta. Se lo tomaba uno detrás del otro como si fuera agua. El vaso de coñac valía un medio; y el Chino, de vaso en vaso, se pasaba de la botella diaria.
Yo le daba consejos, porque sabía que en el fondo era un buen hombre, y por eso, cuando me fui de los coches, le dejé el mío a él para que lo trabajara; pero lo que hizo fue embarcarme, porque yo le pagaba el piso donde estaba él, y en lugar de salir, se quedaba pegado a la botella. Luego, sin mi autorización, le pasó el coche a Mónico García, un mulato que había sido esclavo de los Barbones, millonarios del azúcar, dueños del ingenio Barbón, el Pilar, las casas que están por el cine Maravilla, las de la calle Atocha y unos cuántos establos.
Mónico había manejado los coches de Barbón, pero ya libre no quería trabajar en ninguno de sus establos por miedo a ser tratado otra vez como esclavo.
García Barbón cargaba con la fama de ser mala gente, borracho y abusador.
Decían, a mí no me lo crean, que el viejo Barbón, para darse caritate de rico, se limpiaba el culo con billetes de a diez pesos.
Dejé que Mónico se quedara con el coche, porque el pobre hombre lo necesitaba, ya había sufrido bastante en la vida. Agarró la calle muy contento, salió en el coche a buscar marchantería; pero ya estaba muy anciano, casi no podía con su alma. Con más de setenta años y sordo como un cañón, no sintió que la bomba venía por Belascoaín pidiendo vía. Esa fue su desgracia. Por ley tenía que dar paso a los bomberos, pero no oyó la campana y le pusieron el coche de sombrero.
Sácale Punta jugaba en la misma novena que El Chino. Siempre andaba como una uva. Le advertí más de veinte veces que tanto alcohol le iba a cocinar el hígado. Ya lo suyo era demasiado, empataba una borrachera con otra. Le pedía dinero adelantado a mi padre para gastárselo en la cantina, o para alquilar uno de los coches y salir de rumba. Su nombre era Francisco Caldera. No me acuerdo de dónde le inventaron el nombrete de Sácale Punta. Mi padre nada más le decía Sácale.
El muy cabrón, cantina aparte, era muy buen cochero. Nunca le importó hora o distancia y jamás dejó plantado un viaje. Trabajaba muchísimo, pero la tomadera lo perdía. Mi padre lo sobrellevaba, le daba consejos, pero él siempre iba a parar a la cantina y ahí venía la bronca.
Por mayo del 17, mi padre le dio a Sácale una carga de mangos para que se la llevara a la familia de Dionisio, buenos amigos nuestros que vivían en Tulipán
19.
Sácale cogió los mangos, oyó el recado y arrancó bien; pero como era su costumbre, a mitad de camino se metió en una cantina. Allí se puso sabroso.
Después siguió su camino, aunque ya no respondía por él. Estando en el establo de Felipe Castillo, vinieron unos jodedores y le cambiaron los mangos por pedruzcos. Ni cuenta se dio. Cuando llegó a Tulipán y fue a bajar el saco de mangos se quedó pasmado. No sabía qué decirle a la mujer de Dionisio.
Un día ya no pudo más. La bebida lo mató tal como yo se lo había pronosticado. Y a esa hora lloraba arrepentido, le pedía a Dios otro chance, le juraba que no volvía a probar otra copa; pero ya era tarde hasta para los milagros, estaba cocinado por dentro.
El día que le robaron los mangos me di cuenta de que ya estaba listo, porque había perdido la malicia del cochero. Le dije: “mira como la bebida te empujó a hacer el papel de bobo; eso es malo para ti y también para el establo, porque la gente va a decir: ese zanaco es cochero del Montañés.”
Los cocheros tenían que estar muy atentos. Uno nuestro salió a llevar a una familia al Carabanchel, que era uno de los mejores restoranes de La Habana.
Estaba en Consulado y San José. Y el vivo de Agustín Valcárcel tenía sus coches en la calle Oquendo.
Siempre que se pedía ir al Carabanchel era una buena carrera, porque si la familia decidía quedarse a comer mientras el coche esperaba, todo ese tiempo iba corriendo y contando; y si además eran personas acomodadas, la propina era de ley. Bueno, y el cochero nuestro llevó a esa gente. Al rato de estar esperando vino un muchacho y le dijo:
-Toma, cobra, dice la familia que te vayas
Y le pagó hasta ahí.
Como eso pasaba a veces, nuestro cochero no malició la trampa y se fue desconsolado, porque se le había malogrado una buena carrera. La realidad era que la familia no había mandado a retirar el servicio; y ese muchacho era mandado por Valcárcel para tumbar el viaje de regreso, la espera y la propina.
Valcárcel era una fiera, no dejaba ir a un cliente rico que llegara al Carabanchel en coche de otro establo. No era bobo, ese paseo al Carabanchel llegó a estar a centén y un peso la hora. Era negocio redondo.
Pepe Nobelle también tenía buenas manos para las riendas. Se llamaba José Nobelle Varela y era uno de los mejores cocheros de La Habana. Mi padre lo tenía en La Ermita y no lo quería soltar. Como llevaba vida sana, murió a los 92 años.
Víctor Timbereo fue un cochero de muy mala suerte. Murió por el año 8, con las piernas cortadas. Su hijo Manuel se quedó solo en el mundo, y mi madre se lo llevó a casa y lo crió junto a nosotros como a un hermano nuestro. Y allí estuvo hasta que un día quiso salir a buscar fortuna y fue a parar a Panamá. Yo guardo de recuerdo suyo su kepis de la Legión.
También hubo malos cocheros como ese Guerrilla, que después de chocar conmigo se fue para el establo La Empresa Cubana, pero allí tampoco levantó cabeza.
Mucho tiempo después volví a encontrármelo. Estaba hecho tierra, trabajando para el Ayuntamiento. Pasó por la plaza y me pidió ayuda, que le regalara un real, limosneando. A eso va a parar el hombre que no respeta el trabajo. Como nunca fui rencoroso, en vez de un real le di dos, uno de ellos a nombre de Minuto.
A esos cocheros de mala clase mi padre los marcaba para no olvidarlos.
Cuando le hacían una charranada, él escribía sus nombres y sus defectos en los libros del establo.
Por ahí debe estar anotado Nicolás Bolívar, un cochero que llevaba trece días trabajando con nosotros cuando desgració al caballo Potro. Ahí mismo le liquidamos la cuenta, porque aquello fue obra de su descuido, y podía repetirse.
Cuando El Currito reventó un caballo, mi padre se puso mal. Era buen andador, se lo habíamos comprado a La Mayorquina en el año 1905. Al otro día estaba botado el currito y con una deuda de cinco pesos-plata anotada en los libros por si algún día se le ocurría reclamar.
Mi padre era bueno hasta donde podía, pero si le rompían un arreo, había que pagarlo. El que dejaba plantado un viaje no cogía más la rienda, y la queja de un marchante era palabra sagrada.
En el verano del año 12, entro a guardar uno de nuestros coches, y viéndolo mi padre muy deslucido, se lo entregó al pintor Guillermo Ruíz para que lo retocara. Al otro día vino al establo la marchanta que lo había alquilado, María Glarraga, y reclamó el olvido de un abanico fino. Mi padre fue enseguida a donde Guillermo pintaba el coche:
-Guillermo, dame el abanico que había en el asiento.
-¿Abanico, Montañés? Yo no vi nada en el asiento.
-Pues si no lo viste es que estás ciego, y pintores ciegos no deben ser muy buenos, así que te liquido y te vas ahora mismo. Ciega tenía la vergüenza.
Los cocheros también eran un poco locos, aventureros; pero el caso increíble fue el de Miguel Nario, que con el tiempo llegó a ser capitán de la Policía Nacional.
Nario era el perfecto buscavida. Había sido de todo, hasta conductor de tranvías. Mi padre le perdonó más de una, pero él no escarmentaba. Llegó al colmo cuando se metió a parlante.
Si era difícil mantener un buen trabajo como ese de los coches ¿cómo iba a poder con dos? Pero Miguel trasnochaba, se aparecía como a las cuatro de la madrugada medio dormido, y, a la hora de repartir las tarjetas para los viajes, todavía estaba por despabilar, hecho un estropajo, con los ojos que se le iban.
-¿Estás enfermo, Miguel?-le preguntaba mi padre.
-No, Montañés, yo salgo.
Y salía, pero dando tumbos. Parecía que estaba borracho, pero mi padre comprobó que ese no era el problema. Le echó el ojo encima y no le costó trabajo descubrir la doble vida que llevaba su cochero: por la noche parlante, al otro día las riendas.
Le dio consejos para que entrara en razones. Mira que estás arriesgando tu puesto de cochero y tu salud, le decía. Pero Miguel no recapacitaba. Hasta que una mañana cogió a mi padre con la montaña en la cabeza y le puso la precisa:
-Oye, Miguel, que así no podemos seguir por más tiempo. Dejas hoy mismo ese parlante de puñeta, o no subes más a un coche mío.
Y puesto a escoger, el hombre se fue por lo más fácil y divertido. Mi padre cumplió su promesa y lo despidió. Con mucha razón, porque, ¿usted sabe lo que es aparecerse al establo todas las madrugadas casi a la hora en que los cocheros empezaban a levantarse?
No sé cómo podía. Casi dormido salía a la calle a las siete, se pasaba el santo día dando rueda por toda La Habana y caída la noche se iba para su puesto de parlante, y así empataba las noches y los días sin descansar. Cochero a la luz del sol y de noche, escondido detrás de la pantalla de un cine mudo poniéndole voz a los personajes. Lo mismo hablaba por boca de hombre que de mujer, de niño que de viejo, de gato o de perro, y así estuvo como hasta la década del 30 que vino el sonido.
Miguel Nario se quedó sin coche y sin cine; pero yo que lo conocía bien considero que escogió como debía, porque hablando era mejor que con el arreo.
Pasó el tiempo y me olvidé de él. Cuando Ramón Grau era presidente, un día, al apearme de la máquina, vino alguien por detrás, me tapó los ojos y me preguntó.
- ¿A que no adivinas quién soy?
Cómo iba a adivinar. Era el capitán Miguel Nario, destacado en la Guardia de Palacio. Ya casi no había coches, los cines hablaban, y este puñetero se las arreglaba de lo mejor. Lo que no haga el tiempo no lo hace ni Dios. Miguel me contó lo bien que estaba, y me ofreció ayuda, que con Grau de presidente... pero le dije que gracias. Nunca me gustó comer del plato ajeno, ni aunque fuera el del Presidente de la República.

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.