© Luís Adrián Betancourt.

Ese caballo me mandó al Hospital

Me confié porque el caballo parecía noble y por creer que sentarme encima de una montura era ya ser jinete. Al final los golpes son los que enseñan. Se me fue la mano de las riendas, que no es como dicen unos, las riendas de la mano. Y el caballo me mandó al hospital.
Hospital es un decir, porque los españoles y sus parientes siempre íbamos a parar a las quintas. Mi padre me llevó a la Dependiente, al pabellón Gómez, que entonces estaba acabado de hacer, de dos plantas.
En mala hora me llevaron allí, porque acabando de oír el médico la historia de la caída, se paró y dijo:
-Este se reventó.
Me pusieron a dieta, no me dejaban probar bocado. Nada más me traían un vaso lleno de una cosa blanca y unos dulces de engaño, que lo que llevaban por dentro era candela.
Y en esa pena llevaba ya como cuatro días, sin que me dieran nada de comer, cuando me di cuenta de que el remedio iba a ser peor que la enfermedad.
Qué manera de sufrir mirando hartarse a los demás. Llegaba el enfermero con una libreta grande donde apuntaba los gustos de los pacientes. El enfermo pedía tal plato, y ese era el que le traían; como si estuviera en un hotel. Cuando me tocaba a mí, cerraba de un tirón la libreta.
-A usted ni le pregunto.
Lo mío era el vaso blanco y los dulces agrios.
-¿Y se puede saber hasta cuándo?
-Hasta que diga el médico.
El que pasaba la visita era un médico que tenía la mala fama de ser zoquete. Y no estaba equivocada la gente, porque al final, el hombrecito resultó tan atravesado, que murió por la mano de un enfermero. Conmigo se portó muy mal. Un dia le pregunté de la mejor forma:
-¿Y yo cuándo cómo?
-¡Eso sí que está bueno! –respondió el zoquete- ¿Usted vino a hartarse o a curarse?
-Pudiera ser que a las dos cosas-le dije encabronado-, porque comer no es ningún delito.
-No será delito- siguió insultándome el zoquete-, pero si vino a curarse ni piense en comer. Y si vino a comer se equivocó; porque esta es una quinta para enfermos, no una fonda de chinos para hartones.
Ahí mismo se acabó el ingreso. El director de la quinta formó tremendo alboroto. Que tenía que esperar, que podía estar reventado, que con esa pierna así ni me atreviera a dar un paso, que si mi padre se enteraba la iba a pasar mal, que por nada del mundo me daba el alta. El alta me la di yo esa misma noche. Si llega a pasarme cuando vivíamos al lado, nada más era salir andando por la puerta para afuera; pero como ya nos habíamos mudado, tuve que llamar a Bertha al establo de los franceses y pedirle que me mandara un coche enseguida.
Llegué después de la media noche a mi casa; mi padre estaba despierto esperándome, porque ya estaba avisado. Quería pegarme, obligarme a volver a aquel martirio. Me corrió detrás por toda la casa, pero ni eso ni el respeto que le tenía me asustaba más que el recuerdo del hambre y los malos tratos del médico.
Todos los de la quinta eran amigos nuestros, como de la familia. Suárez, el mayordomo; Aedo el administrador. Los médicos visitaban mi casa, se quedaban a conversar, a comer.
Menos mal que no estaba reventado. En aquellos tiempos la medicina era más de suerte y adivinanza que de sabiduría. No había estos adelantos de hoy ni siquiera en España.
En el año 1909 mi hermano Gerónimo se enfermó, y mi padre lo mandó a Santander para que lo vieran médicos buenos. Allí le dijeron que tenía un catarro metido en el pulmón izquierdo. No habían descubierto los antibióticos, ni la sulfa se conocía. El tratamiento que le pusieron fue darse tintura de yodo en esa parte del pulmón tres días sí y dos no, y tomarse unas cucharadas de jarabe, que tomara bastante leche, que comiera yemas de huevo con jugo de carne y que se divirtiera mucho. Gerónimo se curó y anda por los noventa.
Las recetas que daban los médicos eran fórmulas que el boticario componía al Momento. La quinina la mandaban para todo, para el cansancio, las debilidades, la falta de apetito. Hasta los caballos de los establos cogieron quinina.
Me gustaba ir a las boticas, siempre había una sorpresa, regalaban abanicos para el verano, cancioneros, almanaques, libritos con chistes y adivinanzas, y caramelos de azúcar candy.
No hacía falta comprar para recibir uno de estos regalos. Cualquier niño del barrio llegaba al mostrador, pedía, y el boticario sacaba un puñado de caramelos. A eso de las diez de la mañana ya no había caramelos en la esquina de Tejas.
Fue muy bueno que los españoles de cada región se asociaran para ayudarse con la medicina, y las casas de recreo. Así se defendieron de las enfermedades, conservaron sus cantos, su música y se mantuvieron unidos.
En los libros de mi padre puede verse la cantidad de veces que salía en coche rumbo al Centro Montañés. Y también eran muchos los clientes que pedían viaje para ir a una quinta, ya fuera para verse con el médico o para visitar a un enfermo.
La quinta La Integridad fue de las primeras que abrió sus puertas en La Habana, en el barrio El Capricho, en la ladera del Castillo del Príncipe, donde Zapata entra en Carlos III. Ese barrio se llamó El Capricho por una bodega – con muchísima clientela- que hubo con ese nombre, propiedad del viejo Antonio. Esa bodega estaba en Zapata número 3. Cuando se acabó la Guerra de Independencia, hicieron allí una casa de apartamentos.
La quinta La Purísima la abrieron en Vigía y Príncipe, que al final no sirvió, porque no tenía buena comunicación. Entonces el presidente Machado la cogió para almacenar chinos allí. A ellos nunca les gustó. La gente por joderlos les gritaban:

-¡Chino, pa’La Purísima!

-¡Coño e male!-contestaban los chinos que se los llevaba el diablo.

En los terrenos de El Ferro, que eran de José Mazorra, dieron cabida a los locos.
La quinta Covadonga es viejísima, empezaron a hacerla en el 95, en una finca que el almacenista de tabaco, Valle, le regaló a la Sociedad Asturiana. Entonces las tierras eran muy baratas, hasta un medio podía valer el metro, pero de todas maneras ese fue un gesto que los asturianos le reconocieron, y, hasta el otro día, estuvo en la entrada de la quinta una estatua que le hicieron a Valle frente a su mujer.
Desde que se organizaron en el tiempo de España, en lo primero que pensaron los asturianos fue en abrir una quinta. Esa idea tiene que haber venido de Claudio Delgado, un médico que había trabajado con Finlay.
Santovenia también es de esa época. Yo no pensaba ni nacer cuando entró a la bahía una flota de guerra rusa. Se cuenta que los zares la mandaron para darle en la vena del gusto a un príncipe. Dicen que desembarcó en canoa por el Muelle de Caballería y fue directo a la casa que habían preparado para alojarlo, que era precisamente Santovenia, la casa de unos condes.
Allí se daban fiestas grandísimas, que duraban hasta la salida del sol. Se llenaba aquello de carruajes de lujo. Luego esa propiedad la cedieron a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados y Santovenia se convirtió en asilo.
Me viene a la mente la quinta Balear, del tiempo de España, de los que llegaban de las islas Baleares. Su primer pabellón lo fabricaron en la quinta del Rey, en Concha y Cristina, donde después hubo un depósito de camiones de La Lechera. En La Balear hubo un médico que se hizo famoso porque mataba a los locos incurables.
En el 1909 se fundó el Centro Castellano, que la quinta la tenían en Arroyo Apolo, igual que los canarios; y en 1910, los montañeses también abrieron su casa en el Paseo del Prado. Tenían música y bailes de Cantabria, una biblioteca grandísima y una estudiantina que fue muy mentada. Allí iba mi padre a juntarse con los de mi pueblo. Luego venía hablando de lo que había oído. Mi padre nunca dejó de ser montañés. Cuando se levantaba con Santander en la cabeza había que oírlo. Por ahí todavía andan las cartas que le escribía a la familia en San Román de la Llanilla y las que recibía de allá contando de los parientes, de la romería del Loreto, las ferias, los amigos de la calle Santa
Clara, la escuela de Castillo.
Yo estoy seguro de que al morir, en una quinta española, lo que estaba en el último pensamiento de mi padre, era un paisaje de Santander.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.