© Luís Adrián Betancourt.

La Habana de todos los días

La Habana de todos los días no se está quieta. Dejas de verla un tiempo y te la encuentras cambiada, pero en el fondo es igualita. A mí me da pasión de ánimo recordarme de La Habana que me vio nacer, la que conocí de niño de la mano de mis padres, la que aprendí con los pies, ya de joven, y aquella que me vio transitar de cochero.
Parece mentira que por ejemplo la calle G haya sido nada más una loma, un lugar a donde la gente venía a sacar cubos de tierra. Y ahora es la gran avenida, con monumentos y paseos.
La calle 23 nada más llegaba hasta 12, y fue el gobierno de José Miguel Gómez quien tiró el puente para Marianao. Se dice y no se cree, fabricaron el puente, pero no la calle. ¿Para qué necesitaba un cochero ese puente sin calle?
Cuando un marchante me pedía ir al otro lado, tenía que coger por la calle 23, dar la vuelta por la fábrica El Cocinero y por Ginebra La Campana, que todo eso se llamaba La Chorrera, y el puente se quedaba como cero a la izquierda, de bonito nada más.
En el reparto Kholy estaba la fábrica de cemento de Nicanor del Campo, que hacía ladrillos colorados. Ahí trabajaban de diez a doce operarios con unos carritos que tenían embudos encima y se movían sobre raíles.
El puente sobre el río Almendares se desatravesaba halando una soga. Los barcos pasaban y con la misma soga, volvían a enderezarlo para que pasara el público.
Cuando el gobierno de Menocal, una compañía se empeñó en hacer la línea de los tranvías en la ruta Playa-Estación Central, que cogía por Carlos III, Zapata, Paseo y 23 hasta el puente, Menocal le dijo a los de la compañía que estaba dispuesto a darles la concesión con tal de que ellos rellenaran la cantera que hay entre 26 y 28 –una furnia de unos 40 metros de profundidad- para que por allí pasara el tranvía.
Convinieron en eso, llenaron aquel hueco, abrieron la línea de los tranvías, también la calle, y en todas esas operaciones corrió mucho dinero.
Esa finca la había alquilado un viejo que tenía un hijo con las piernas muy arqueadas de tanto andar a caballo. Ellos eran los que andaban en todo aquello hasta que la compañía llegó a hacerse cargo del terreno. Pero hasta entonces, un chivo no se comía una yerba sin pedirle permiso a Rosqueta.
Había un puente de madera para los tranvías y otro puente de hierro, el llamado de Pote. Cuando el general Asbert era gobernador unió la calle 21 con la Calzada de Columbia; de ahí nacieron los repartos Kholy, La Sierra, Miramar, Almendares.
Ese puente Pote pudo hacerlo porque todo el terreno era de su propiedad, lo mismo que el Monte de Barreto hacia la costa.
Pote el padre, José López Rodríguez, era el dueño de La Moderna Poesía, y su hijo José López Serrano, compró Cultural S.A., la empresa que imprimía todos los libros para las escuelas, los billetes de la lotería, los sellos de correos y muchos papeles del gobierno.
Los terrenos del Carmelo iban de La Chorrera hasta Paseo, todo eso era campo, fincas rústicas, lomerío. Luego Espino y Trigo empezaron a fabricar, levantaron el pueblo. Después llegaron los tranvías de a caballo, en los que trabajó mi padre.
En tiempos de Concha, vinieron a dar el permiso para hacer ese pueblo de El Carmelo que La Habana ya se tragó. La condición era que le dejaran un espacio a los dominicos para su iglesia y otro para el mercado.
Aceptaron no tocar la manzana de 15 a 13 y de 16 a 18, que era de Alejo Sigler, un sujeto podrido en dinero. Después hubo mucho pleito por esos terrenos, la compañía de Pote, la Hispano-Cubana de Crédito, el gobierno, los curas, y todo el mundo halando para su parte.
Esa torre que tiene un reloj en la Quinta Avenida la mandó a levantar Pote con su dinero, cuando empezó a urbanizarse Miramar. El dijo:
-En esta calle no va a vivir cualquier pelagatos.
Un día se lo encontraron ahorcado, y esa fue una muerte que no estuvo nada clara. ¿Por qué iba a querer morirse un hombre que lo tenía todo?
Potico heredó la fortuna del padre y siguió abriendo brecha. Hizo la empresa que está en Agua Dulce, que se llama Cervantes, y el mercado. Únicamente él con tanto dinero podía levantar esa empresa, porque el terreno era pésimo. Le advirtieron que allí no se metiera a fabricar.
Potico trajo un bando de jamaiquinos que trabajaban como esclavos.
Empezaron a cargar miles y miles de postes y a meterlos allí, uno al lado del otro, palos de 8 a 10 metros de largo, buscando el firme, rellenando la ciénaga con madera, una locura que nada más se le ocurrió a Potico.
Los jamaiquinos tenían mucha experiencia, hicieron ese trabajo de maravilla.
Ponían un martinete, y a darle al palo hasta que se afincaba, y así uno tras otro, para hacer una base firme. Y cuando aquello dijo a no bajar más, ya habían gastado un capital en madera y en jornales. Solamente los palos costaron una barbaridad, porque eran de cedro y caoba, para que no se lo comieran ni la humedad ni el tiempo.
Hoy nadie podría creer que la plaza del mercado lo que tiene de base es un montón de madera rica. ¿Quién puede imaginarse que allí lo que había era un pantano?
Nadie sabe que la esquina de Monte y Arroyo es una mina de maderas finas.
Ese fanguero era propiedad de un catalán de apellido Planiol. El único terreno que tenía vergüenza daba para la calle del matadero y todo lo demás era ciénaga. Precisamente si había puesto allí el matadero era porque no servía para nada más.
Si se pasaba a pie por la esquina de Monte y Arroyo era a expensas de resbalar y caerse; porque la acera lo que tenía encima era una capa de limo verde.
Por ahí pasaba un río, salía del matadero; por eso la calle cogió ese nombre.
Era un río colorado, porque la sangre de todas las reses sacrificadas pasaban por ese cauce rumbo al mar.
La calle Arroyo se llamaba así por eso, un río de agua y sangre, con un olor muy fuerte, que a nadie le gustaba. Iba rumbo a la Alameda de Paula para descargar en el mar de la bahía.
La calzada de Zapata llegaba hasta el Castillo del Príncipe. Le quitaron una parte para rellenar la furnia. De G hasta 29, todo eso, se hizo con el trabajo de los presos, por 25 centavos y dos cajas de cigarros diarios.
Esa Avenida de los Presidentes no se parecía en nada a lo que es hoy, sino que estaba llena de animales, de chivos, gallos, gallinas, hasta vacas había pastando.
Era el campo. Vino a ser calle cuando Gerardo Machado mandó a dinamitar todo ese cascajo.
El habana Libre era Jalisco Park, Coppelia era el Hospital Reina Mercedes y el home del stadium del Cerro estaba en la calle Ayestarán.
De la heladería Ward para allá estaban las berreras de los chinos, terrenos anegados, bajos, y ese palacio de la Finca de los Monos era de Rosalía Abreu, una patriota del tiempo de los mambises.
Rosalía mandó a hacer el palacio después de que se le quemó su casa, y vivió en él hasta que, al morir, casi a los ochenta años, se lo dejó a sus dos hijos y a los monos que tenía en la finca viviendo como en la selva.
Por el año 6 Rosalía dio una fiesta para abrir su palacio. La gente que pudo entrar allí se quedó pasmada. Dicen que las paredes no cogían fuego, que tenía sala de esgrima, billar, salón de baile, ni se sabe cuántos baños y escaleras de mármol. Era la copia de un palacio que había visto en Francia. Le encantó y pagó para que se lo hicieran en Palatino.
Ella tenía más dinero en Francia que en Cuba, pero no era egoísta, repartía mucho dinero de limosna, abrió la escuela de monjas que está por el acueducto de Albear y otra de curas en la calle de Albear.
Su hermana Martha Abreu también hizo muchas obras de caridad, pero en Santa Clara. Se murió a los 78 años, cuando el gobierno de Machado. Su hijo, Pierre, vendió o regaló todos los monos y en su lugar empezó a criar gallos y gallinas.
En el Parque Central estaba Isabel II. Pero cuando se terminó la guerra la pobre mujer fue a parar a los fosos. El alcalde Perfecto Lacaste, que había sido mambí, compró en mil pesos una estatua de la libertad hecha de lata y la puso en lugar de la reina.
Era un desprestigio, ni se sabía lo que parecía todo aquel bulto de chatarra con el escudo de los Estados Unidos. Yo creo que aquella chapucería no le gustó ni a los americanos, quien sabe si creyeron que era una broma.
Por el año 5 el alcalde O´Farril mandó a quitar el adefesio y pusieron a Martí, una estatua salida de colectas y hecha por el mismo escultor del monumento a los estudiantes de 1871,el que está dentro del cementerio de Colón.
En el parque de Ayestarán hay una estatua que yo no me canso de mirar. La hizo una americana de nombre Ana. A ese caballo se le ven hasta las venas, parece que está vivo.
Lo que no dicen las estatuas el pueblo se lo inventa. La que está frente a Palacio –que es el Presidente señalándolo mientras tiene la otra mano metida en el bolsillo- parece estar diciendo:
-El dinero que guardo aquí, me lo llevé de allí.
Los alcaldes, a caballo, los presidentes a pie, el cementerio, un enjambre de estatuas, y frente al malecón, el general Antonio Maceo, con el culo de su caballo apuntando para los americanos.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Luís Adrián Betancourt Sanabria [Placetas, Cuba, 1938] Licenciado en Periodismo en la Universidad de La Habana en 1976 y autor de “Huracán” (Novela), “Expediente Almirante” (Novela), “A la luz pública” (Cuentos), “Aquí las arenas son más limpias” (Novela), “Triángulo en el hoyo 8” (Cuento) “¿Por qué Carlos? (Testimonio), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Novela), “El otro cisne azul” (Radio serie), “Sdies piesok chitse” (Novela), “El Código de las Islas” (Radio serie), “La suerte del desconocido” ( Radio serie), “El extraño caso de una mujer desnuda” (Radio serie), “Amor a segunda vista” (cuento), “El sombrero negro” (cuento), “Bien vale la pena” (Teleserie), “Un inquilino raro” (Cuento), “Cargo de conciencia” (Radio serie), “Óleo de mujer” (Radio serie), “El secreto y la sonrisa” (Radio serie), “Esa mujer no existe” (Novela), “Maceta” (Novela), “Lobo de mar” (Testimonio), “Love at second sight” (Cuento), “Cochero” (Testimonio), “Quinta y 14” (Cuentos), “Todas las pistas eran malas” (Cuento), “Las honras del náufrago” (Novela), “Guilty” y “Un topo en el buró”; ha sido corresponsal de guerra, investigador histórico, fotógrafo, marino, maestro, y redactor. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y del Grupo Asesor de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), posee la Distinción Félix Elmuza, presidió la Sub Sección de Escritores Policíacos hasta su extinción. Es miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales y en el marco de la Feria del Libro del 2001 en la Habana fue condecorado con la Distinción por la Cultura Nacional y por acuerdo XI-102 del 3 de abril del 2004 de la Asamblea Municipal del Poder Popular del Cerro fue declarado Hijo Ilustre del Cerro.